Llegar a viejo

No me entusiasma la idea de llegar a viejo. Solo hay dos razones por las que me gustaría envejecer.

La primera es salir en un noticiero quejándome de algo, con mi ocupación debajo del nombre en el generador de caracteres: vecino del sector. «Yo hace treinta años que vivo en este barrio», voy a decir, «y desde que llegué está ese hueco ahí en la calle. A ver si el nieto de Peñalosa lo arregla, porque va a tocar celebrarle el cumpleaños a ese cráter, o sembrar una suculenta».

También espero poder quejarme en un sitio público como un banco o algo así. «Señorita, míreme las canas, por Dios, abran otra caja o agilicen a ver si esta fila avanza».

Porque uno puede quejarse desde ya, pero cuando es viejo la gente tiene que aguantarse.

La segunda razón es poder ver el cometa Halley, que se vio por última vez en 1986, año de mi nacimiento, por lo que debo vivir más o menos hasta los 76 años para tener la oportunidad de verlo pasar por la Tierra. Demasiado, si me preguntan. Pero un espectáculo de esa magnitud ameritaría el esfuerzo de llegar a viejo. Ojalá poder ir a verlo a un lugar donde las luces del progreso no oculten las estrellas.

Esa sería una bonita forma de irse.


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