Pasar por el corazón

Y yo pa' vivir con miedo
prefiero morir sonriendo
con el recuerdo vivo.

Adán García, de Rubén Blades

La música es, en buena medida, memoria emotiva. La relación con la música, pues. A todos nos gusta cree que tenemos un gusto objetivamente superior, pero en realidad muchas de las canciones o los géneros que nos gustan están relacionados con recuerdos, seres queridos, épocas concretas de la vida.

Suele comenzar en la adolescencia (destellos anteriores: un casete de The Police en la grabadora de mi hermana; los Rolling Stones sonando en la secuencia de apertura de Misión del deber), con los amigos, tratando de encontrar camino y gusto propios, opuestos a los de los padres y los abuelos. En mi caso fueron el rock y el metal (mis pobres papás nos soportaron por años a mi hermano y a mí desayunando y haciendo tareas con lo que a sus oídos bien podría haber parecido una gresca de latoneros). El intercambio de música era vital: los CD piratas, porque nadie tenía para comprar los originales, y los casetes, grabados de otros casetes, de la emisora, de los CD, o comprados en el centro, en la Calle 19, donde los vendedores fotocopiaban las carátulas de los discos y las adaptaban a los estuches rectangulares de los casetes.

Ahí estuvieron los primeros ídolos, las primeras canciones capaces de perdurar, esas que aún después de muchos años siguen siendo fundamentales, indispensables. Los recuerdos de los conciertos, de la peregrinación anual a Rock al Parque, de los lazos de amistad construidos alrededor de las bandas, los discos y las letras, de los primeros tragos y del embuste de ser dueños del futuro.

Pero ese tiempo pasa y con la madurez en ciernes, uno se da cuenta de que hubo semillas sembradas mucho antes, voces y ritmos y frases venidas de muy lejos, de cuando uno aún no era consciente de la importancia de la música para poder vivir, para soportar el mundo. Esas semillas comienzan a germinar y cuando uno menos se da cuenta, está cantando canciones de Vicente Fernández a grito herido.

En la casa siempre hubo música. Mis papás tenían discos, mis abuelos tenían discos, mis tíos tenían discos. Y había fiestas. De hecho, el álbum familiar parece un anuncio publicitario de aguardiente Néctar, con botellas díscolas apareciendo aquí y allá en las fotos. Sin darme cuenta, en esas fiestas y en esas conversaciones etílicas comencé a absorber toda una tradición musical que, muy a pesar de mis intentos púberes de rebeldía contra los gustos de mis mayores, sobrevivió en mi memoria esperando su momento. Sin saberlo, estaba recibiendo una herencia con la cual enfrentarme a la existencia.

A mi abuelo le encantaban las rancheras, los boleros, los tangos. Y cantaba muy bien: cuando joven pudo haber sido cantante, pero no se atrevió a ir a la emisora que lo había llamado. En La Estrada, uno de los barrios donde vivió mi familia paterna antes de mi nacimiento, un vecino apodó a mi abuelo 'Nostalgia', por un tango que él cantaba muy bonito (y que yo conocí gracias a la versión de Ángel Canales). Cuando tomaba aguardiente se ponía a cantar y yo, en medio de ese periodo de insuficiencia mental conocido como adolescencia, creía estar presenciando algo ridículo, una tontería vergonzosa, y no algo que terminaría por extrañar. Pero la sangre es más espesa que al agua y el alcohol: hoy soy yo quien empieza a cantar cuando está borracho, con una gran diferencia: lo hago muy mal. Nadie, nunca, me va a pedir a mí que cante Nostalgia.

De todas formas sigo cantando cuando estoy ebrio. Las rancheras son algunas de mis predilectas para aturdir los oídos de quienes me rodean: Acá entre nos, una de las favoritas de mi abuelo, suele estar en la lista de reproducción de mi beodez. La única vez que he estado en Ciudad de México me fui directo para el Tenampa, allí donde bebieron y se emborracharon y cantaron y escribieron y compusieron los grandes de la música mexicana, gente como Agustín Lara, Chavela Vargas y José Alfredo Jiménez, el más grande poeta de la historia latinoamericana. Allí sentado, mientras veía a través de la entrada un mariachi a caballo en la plaza Garibaldi y me fijaba en los murales del sitio, con los ídolos del pasado, uno de los grupos de mariachis que recorren el lugar esperando que los clientes los contraten por un par de canciones empezó a cantar Acá entre nos. Como si mi abuelo estuviera ahí conmigo, a miles de kilómetros de casa, en un lugar que nunca pudo conocer, pero al que llegué gracias a él.

Hace como mes y medio fuimos con un amigo a un concierto de música para planchar en versiones rock. Suena a desastre. Fue una absoluta maravilla. El grupo tenía cantantes magníficos y músicos formidables, y supieron interpretar en clave de rock la música romántica que es parte de la educación sentimental de buena parte de los colombianos. A mí también me criaron con Cerros Amor Estéreo.

Pero en medio de la euforia (mi amigo estaba tan contento que el baterista le regaló una baqueta), de mis cantos destemplados y de las lágrimas, toda la noche pensé en mi mamá. Ella es la aficionada a la música de planchar; tanto, que sospecho que mi segundo nombre se lo debo a Camilo Sesto.

No pude evitar volver a los recuerdos de mi mamá haciendo el almuerzo los sábados, el arroz con fideos, el guiso de papa con carne (hasta el día de hoy mi plato favorito de la existencia) y las únicas ensaladas en el planeta de las que me vuelvo a servir. Mi mamá trabajaba toda la semana, pero los sábados nos levantaba temprano para hacer aseo, y excepto en el tiempo terrible en el que frecuentó iglesias cristianas y nos despertaba poniendo un CD de Nelson Ned hablando del círculo vicioso de la infelicidad, solía poner música romántica para ambientar la jornada. Era la banda sonora de mis sábados infantiles, ese paraíso perdido. Estaba también en las fiestas, aquí y allá entre la música bailable, que mis papás bailaban en perfecta sincronía, con ejemplar y sabrosa destreza. Es la música que siempre me lleva hacia mi mamá, a esa ancla que tengo en el mundo, a su fuerza y su calor, a su nobleza y su enorme corazón, a sus manos siempre tibias que aún sostienen las mías y que, incluso, me hacen la declaración de renta todos los años.

La música es una fuente de recuerdos que son refugio y salvan. Los conciertos con los amigos o la familia, las fiestas y las tiendas, la banda sonora de los días felices, las letras que forjan el alma y nos permiten expresar ideas y sentimientos con mejores palabras de las que somos capaces, con más belleza y sentido. Allí volvemos buscándonos y también buscando un madero para aferrarnos y flotar en los naufragios cotidianos. Recordar, como nos dice la etimología, es volver a pasar por el corazón, y a veces no hay nada más necesario para poder seguir viviendo.

La música, como escribió Leonardo Padura, mueve las neuronas y el corazón. Eso lo escribió sobre un género concreto: la salsa. Que a lo mejor no es un género, sino un nombre comercial para agrupar varios ritmos, pero no importa. La salsa con su larga historia, con su auge y su caída, con su cadáver capaz de hablar todavía, ha sido una forma de comunicar el intelecto con las entrañas, el cerebro con el corazón.

En eso me quedé pensando cuando vi La salsa vive, el maravilloso documental dirigido por Juan Carvajal. Fui a verlo en cine imaginando que iba a aprender sobre la historia de la salsa y terminé entendiendo un montón de cosas sobre mí, sobre quién soy, sobre los seres que me componen. Porque la salsa ha sido fundamental, el camino pavimentado entre mi ñoñez congénita y mi amor por la juerga, entre mi forma de pensar y mi forma de beber, alimento para las reflexiones de madrugada en las que puedo afirmar sin dudas que Nietzsche es inferior a Niche. Ha sido, además, el sonido bestial en el fondo de algunos de los mejores recuerdos con la familia.

En El padrino, Mario Puzo escribió que para los italianos el mundo es tan duro que un hombre necesita dos padres para velar por él. Por eso todos tienen un padrino. En mi caso es mi tío, el hermano mayor de mi papá, que incluso vivió en Cali y entre cervezas, guaros y whiskys me fue enseñando sobre la salsa, los compositores, las orquestas, los cantantes, los temas. Junto a él mi tía, que es una enciclopedia, y que con su esposo me invitaron a rumbas en El Goce Pagano y a conciertos de Los Hermanos Lebrón y El Gran Combo de Puerto Rico en una época de mi vida en la que no habría podido pagar esas boletas ni vendiéndole mi cuerpo a la noche.

La salsa y la música cubana estuvieron ahí cuando me hice mayor y comencé a conocer a mi papá, no como padre, sino como ser humano. Cuando empezamos a beber juntos y a hablar de las cosas de la vida, mientras yo empezaba a descifrar el asunto de convertirme en hombre adulto, a comprender que en la vida, por cada alegría, hay diez lágrimas, y a tener una leve idea de lo difícil que es tener hijos y sacarlos adelante esperando que no pasen por mares tan profundos; a tener un presentimiento del trabajo duro como destino ineludible y de las frustraciones que se superan con fe, con amor y con la ocasional borrachera, porque la vida y la muerte bailan con la cerveza en la mano.

Esos ritmos y esas letras estuvieron hasta en mis años más metaleros (de metalero fastidioso y sectario, debería decir). Mechudo y vestido completamente de negro, pero bailando cuando sonaba una salsa y el alcohol era suficiente. Estuvieron ahí para ayudarme a soportar el tropipop, la nueva ola vallenata y el reguetón. La salsa estuvo, incluso, cuando en la universidad usé Pedro Navaja para un trabajo sobre historia oral.

Porque Rubén Blades ha sido el salsero más importante de mi existencia. A lo largo de mi vida he ido descubriendo y redescubriendo sus canciones, inagotables, siempre con algo para decirme, para decirles a los distintos tipos que he sido, para hacerlos bailar y cantar y llorar y pensar. Poder verlo en concierto fue de las mejores cosas que me pasaron. Envidio su habilidad para contar historias bien contadas en tan poco tiempo; vidas y mundos plasmados en unos cuantos minutos. Sus letras son fuente constante de asombro, latidos de calle, historia, literatura, dolor y compasión. El día que ese señor se muera (ojalá dentro de muchos, muchos años) lo voy a pasar muy mal.

Y así vamos por la tierra con ojos llorosos o sonrisas extensas, con miradas quietas o cuerpos vibrantes, con nuestras nostalgias, melancolías y júbilos acompañados por la música incidental de la vida, por las canciones que nos recuerdan que hemos sido amados, estado solos, tenido anhelos, esperado finales y comienzos. ¿Dónde estaríamos sin esas canciones, sin esas herencias, sin las remembranzas compartidas, sin los momentos únicos arrancados a la inercia avasalladora de nuestras grises existencias? En los recovecos de la memoria suenan los instrumentos de nuestra redención. Caemos, pero podemos cantar. Vamos envueltos en mortajas, pero podemos bailar. Y recordar, que es volver a pasar por el corazón.



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