La señora que vende Bonice

A la tienda llega una señora con un uniforme azul y amarillo. Ve el mundo a través de unas gafas con gruesos lentes, que me hacen pensar en mis propias gafas y si algún día llegarán a ser tan gruesas. Deja en frente de la entrada el carrito cilíndrico con el que trabaja. Se ve cansada. El cabello entrecano y las facciones revelan una vida de ya bastantes años. Es una vendedora de Bonice.

Mientras le doy un sorbo a la cerveza, veo como entra la señora y pide una Pony Malta y un pedazo de torta. Sus movimientos son lentos, la voz suave, cordial. La baja estatura la hace ver aún más frágil. Junto con mi papá y yo, en la tienda hay dos viejos que están bebiendo mientras desarrollan la improbable actividad de comentar una telenovela. Sólo queda una silla libre y mi papá se la alcanza a la señora. Ella agradece con genuina humildad y se sienta a comer.

Con parsimonia da cuenta de su comida. Mientras hablo con mi papá, la miro de vez en cuando. Tiene una mirada triste y agotada. Me hace pensar en la vida, que a veces no parece otra cosa que una larga derrota, sobre todo desde que el único éxito que la sociedad estima es el éxito económico. Sigo con mi cerveza y la charla. De pronto, caemos en la cuenta de que la vendedora se ha quedado dormida, sentada y ligeramente recostada sobre la barra de madera pegada a la pared. El sueño la venció donde a otros los vence la cantidad de alcohol en la sangre.

Todos la miramos. Es una imagen curiosa. Incluso tierna. Debe estar cansadísima de recorrer calles y carreras bajo el sol y la lluvia, esperando que alguien quiera un Bonice para apaciguar la sed. Justo ahora comienza a llover. La siesta la ha salvado de mojarse una vez más, como tantos otros días. Con mi papá pensamos que la Pony Malta y la torta tal vez fueron su almuerzo. A todos nos da sueño después del almuerzo.

Hemos tenido el carrito del Bonice muy bien vigilado. Luego de unos veinte minutos, la señora despierta, mira si su carrito todavía se encuentra donde lo dejó, se sacude la ropa para eliminar las boronas que pudieran haberle quedado sobre la ropa, se pone de pie y se dispone a irse. Antes de marcharse, agradece a la tendera. En el fondo, creo que no agradece solo por lo que comió, sino por haber podido descansar un poco sobre esa silla, por demás incómoda.

Se va por la calle, arrastrando ese carrito al que le exprime su sustento. Tal vez sea una mujer feliz, con una vida plena, sin privaciones. Pero hoy no lo parecía; hoy se veía triste, melancólica y, sobre todo, resignada. Uno no es lo que quiere sino lo que puede ser, diría la canción.

En la caneca quedó la botella plástica de Pony Malta. Será la bebida de campeones, pero los derrotados también suelen beberla.

Comentarios

  1. . . . . Y aveces nos quejamos de la vida

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  2. ... gracias, necesitaba un recordatorio de realidad.
    :)

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  3. Es la mejor entrada que leo aquí en bastante tiempo. Gran nota. Muchas felicitaciones.

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