El fuego de las entrañas

Para Isabel.



Afuera hay un mundo que es opresivo y asfixia, es duro y despiadado, donde los autómatas medran en oficinas grises y la gente con imaginación suele marchitarse, a veces sin remedio. Entre las paredes de edificios desangelados crecen las envidias de los enanos de espíritu, mientras que a los capaces de imaginar les cierran las puertas o se las trancan para que sean más difíciles de abrir. El mundo, allá afuera, parece estar diseñado para seres limitados que no ven la longitud del camino, sino la piedra que puede hacer tropezar a quien viene detrás.



A ese mundo de pequeños entes mezquinos se le puede contraponer el mundo interior, que puede engrandecerse sin límites, donde las luces pueden brillar con toda su fuerza y la cacofonía del exterior puede silenciarse. Un mundo que puede nutrirse y cuidarse, construirse y reconstruirse. Sin importar los gritos desaforados de la mediocridad exterior, ese mundo atesorado en el interior puede ser el refugio perfecto, una fortaleza levantada con el tesón de un espíritu que busca defenderse de la podredumbre. Mientras afuera todo se destroza y triunfa la mezquindad, adentro puede levantarse un palacio majestuoso, ajeno a los intrusos destructores, a los disociadores ebrios con sus propias carencias. Y desde las torres de ese palacio puede verse a lo lejos, mucho más allá de lo que lograrán ver los que intentan derrumbarlo.



Esos seres odian los mundos interiores porque allí nacen las ideas portentosas, allí reside la imaginación capaz de transformarlo todo. Esos mundos, además, están rodeados de espejos donde pueden ver su propia mediocridad y eso no les gusta para nada. Por eso quieren quebrarlos, minar sus bases y eliminar todo lo que hay en ellos. Sólo quien ha construido esa fortaleza puede impedírselos, pelear contra ellos con ese fuego único que yace en las entrañas.



Esa fortaleza hecha de versos, de imágenes, de párrafos magistrales, de canciones, de imaginación, de ganas de hacer nuevas y mejores cosas y de dirigirse al horizonte, no es fácil de derrumbar, siempre y cuando su arquitecto crea en lo que ha construido. Es sólo su decisión dejar que todo se venga abajo o, por el contario, engrandecer su obra.



Ella, la arquitecta, sabe que tiene la fuerza para no caer en este momento.





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