Panadero

El domingo se cumplieron diez años del atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Un día que seguro la mayoría recordamos, pues se transmitió en vivo por televisión; todos quedamos boquiabiertos al ver una y otra vez esas imágenes surreales del avión estrellándose contra la torre. Un día que, como se ha repetido incansablemente, cambió al mundo. Pero no tanto.

Mientras todo el mundo se preparaba para la conmemoración, el sábado, un panadero de mi barrio mató a un tipo. Le metió como cinco tiros; algunos dicen que más. En estos casos no se sabe a ciencia cierta, porque cada persona dice algo distinto. El muerto, dicen, era un drogadicto y solía hacer destrozos en la panadería, como tirar las bandejas al piso y escupir el pan. Sin embargo, sobre la situación concreta del sábado, hay poca información. Ni idea por qué el panadero decidió acribillarlo. El que menos parece termina siendo el más orate.

En El Tiempo del domingo salió un texto de Fernando Savater reflexionando sobre lo sucedido el once de septiembre de 2001. Allí habla de cómo esos atentados demostraron que hasta el país más poderoso del mundo está a merced de la locura y la violencia; que todos estamos a la intemperie. No hay refugio totalmente seguro.

Ayer, cuando mi tío contó sobre el episodio homicida del panadero al cual le comprábamos el mejor pan francés del barrio y las gloriosas mogollas chicharronas, pensé en el texto de Savater, en los atentados, en la vesania de este planeta. Pensé en cómo, apenas a unas cuadras de la casa, hay asesinos potenciales. Ni en el entorno más cercano estamos seguros. No hay santuarios, no hay lugares verdaderamente seguros. Uno confía en las paredes de su casa y en las chapas de la puerta, pero quién sabe. Tal vez encomendarse a Dios. Aunque, pensándolo bien, no se sabe si sea eficaz: al fin y al cabo, los de los avionazos actuaron en nombre de Dios.

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