Historiadores
Yo iba a comprar una bufanda. Nada más. Una prenda muy valiosa para quienes sufrimos de rinitis y los resfriados, más que una posibilidad, son una certeza siempre a punto de ocurrir.
Pero en la feria instalada en el parque había un puesto de libros. Uno de esos puestos donde un adicto a la lectura bien puede pasar un par de horas buscando tesoros con olor a papel viejo.
Volví a caer. Aun después del descalabro económico que significó la Feria del Libro, volví a caer. Y todo por culpa de Suetonio.
- ¿Cuánto cuesta la Vida de los doce Césares? -le pregunté al vendedor.
- Veinte mil -respondió, y se acercó hacia donde yo estaba-. De esos yo me leí el de los historiadores de Indias. Muy bueno.
¿Esos? Entonces vi mejor los demás volúmenes dispuestos sobre el anaquel de madera. No solo estaba el libro de Suetonio y el que mencionó el librero: también Heródoto y sus Nueve libros de la historia. Ojeé los tres libros con la emoción en aumento. El librero se acercó.
- ¿Usted qué es? -me preguntó.
- Yo soy historiador -le respondí.
- ¿En serio? Yo también. ¿Y de dónde?
- De la Nacional.
- Yo soy de allá.
Un colega en un lugar inesperado (pero no improbable). No muy viejo, pero ya canoso y con poco pelo. Sostenía un cigarrillo en los labios y sobre el hombro cargaba un trapo para quitar el polvo de los libros. Hablamos sobre la carrera y los profesores. Experiencias compartidas de dos generaciones diferentes.
Luego de un rato le pregunté por el lugar donde habitualmente vendía libros, pues la feria es itinerante y no siempre viene con librería de viejo abordo. Está siempre en la Dieciséis con Octava, en el centro, donde hay varias librerías. Poner el puesto en la feria era una forma de vender un poco más.
- Es que toca rebuscársela, hermano -me dijo.
Tenía un leve tinte de tristeza en la voz. Procedió a contarme que había sido profesor, pero que debido a tanta lectura se le había desprendido una retina. Además, en el lugar donde trabajaba le habían pedido escalafón para continuar enseñando, pero él no lo tenía. Como resultado, se quedó sin trabajo. Desempleado y enfermo. Pero toca rebuscársela, hermano, y terminó vendiendo libros viejos, rastreando volúmenes difíciles de conseguir a la espera de poder venderlos a un buen precio. Todos sus conocimientos, las líneas sobre las que posó sus ojos durante horas tratando de arrancarle la sabiduría a las páginas, la historia, los historiadores, la literatura y los escritores contenidos en su cabeza le sirvieron para ello. Un oficio hermoso, sí, pero difícil y casi nunca bien pago.
Preguntó a qué me dedicaba yo. Le conté que trabajo en el fondo editorial de una universidad. "Ah, qué bueno", dijo, como si esperara que la vida se comportara mejor conmigo, su colega joven, de lo que se había comportado con él.
Le hice una oferta por los tres libros y la aceptó. Casi no llevaba plata pues, como ya dije, la intención no era comprar libros, así que llamé a mi hermano para que fuera hasta el parque y me llevara plata. Los tres libros en cincuenta mil pesos. Una ganga. Llegó mi hermano con el dinero y pagué. El librero había puesto los volúmenes en una bolsa negra. Los tomé en mis brazos como si llevara una criatura necesitada de cuidado y me despedí.
- Hasta luego, que esté bien. Y mucha suerte con esa editorial -me dijo.
- Muchas gracias -respondí.
Ahí se quedó, pendiente de sus libros y quitando con diligencia el polvo de las cubiertas. La mercancía a la venta, así sea para el espíritu, debe estar bien presentada.
Yo pensé, una vez más, en la decisión que tomé hace años de estudiar historia. Supe desde un principio que ganarse la vida con eso no iba a ser nada fácil, pero que debía intentarlo. Pensé también que, afortunadamente, ahora tengo un trabajo que me gusta, que disfruto y donde aprendo mucho, pero pensé también en lo fácil que es tenerlo todo un día, un futuro aparentemente promisorio, y perderlo en un parpadeo; pensé en mis retinas y en mis horas de lectura. Tal vez yo también podría terminar así. A veces no podemos hacer nada contra las circunstancias y el trabajo duro no nos salva de la desgracia.
Decía Marc Bloch que un historiador no puede aburrirse porque el interés de su profesión es el espectáculo del mundo. No tuvo en cuenta, sin embargo, que ese espectáculo es capaz de dejarnos casi ciegos, y podemos terminar en un pequeño puesto de libros, aburridos un domingo en la mañana tratando de venderle libros a gente más interesada en comprar chucherías.
Este escrito me dió un escalofrío, es verdad, supongo que cuando uno estudia una carrera poco común se atiene a eso, pero no hay que detenerse, él no lo hizo.
ResponderBorrarAbrazos, feliz día
Qué buen escrito mi querido Iván; pese a que paso por acá como gasparín, me causó curiosidad éste. A veces hasta siento envidia de ambos, pues así no se vea para muchos tan atractiva la vida del librero, yo creo que en el fondo él algún día iba saber que allí iría a parar. Y tu, estás jóven, ecribes bien y te gusta tu trabajo... creo que tuviste mejor suerte que el viejo, obvio no se sabe qué podrá pasar, pero quizás eso te haga irte por mejores caminos.
ResponderBorrarYo me quiero sentir como el viejo de los libros o como tu, pero la diferencia es que nunca he tomado buenas decisiones.
Un saludito!
Qué historia tan triste y tan real.
ResponderBorrarTo también compro en la 16 con 8. Soy adicto lector. Interesante post, trsite también. Yo quise estudiar filosofía recién me gradué del colegio pero, (talvés afortunadamente) mi familía me persuadió de que eligiera otro camino. Así lo hice y hoy curso 3ro de Mercadeo. De todos modos sigo enamorado secretamente de las escuelas de filosofía y de la literatura. Saludos, excelente blog, estaré por aquí.
ResponderBorrarwww.proyectod2.blogspot.com