Contar historias

Necesitamos contarnos historias. Para despojar un poco a la realidad de su grosera mediocridad. Para sobrevivir. Lo necesitamos  para creer que hay algo más que la serie ininterrumpida de manazos para apagar el despertador, ese sonido que el hombre aprende tan fácil a odiar, o los ensayos de eternidad estática e insoportable que son las filas para pagar una cuenta en el banco.

Necesitamos las historias para encantar el mundo, para hacerlo menos miserable. Como en Gran Pez: las historias pueden hacer magnífica una vida elemental, como tantas otras. Como casi todas. Por eso la literatura y el cine son indispensables.

Repitamos a la manera de Vargas Llosa: contamos historias porque vemos el mundo imperfecto y queremos mejorarlo. Así sea en la ficción. Una ficción bien puede dar fuerzas para levantarse de la cama. Para dar un paso más. Para tener un escudo más fuerte contra los embates de la cotidianidad. Para salvar el mundo: por lo menos el pedazo limitado que habita el cuerpo y la mente de cada quien en este planeta atiborrado de gente. O tal vez algo más grande. Los adultos que ya no sueñan ni fantasean pueden acabar con todo un universo.

Soportar la vida, andar por ella, es más fácil cuando, aunque sea por unas horas, se puede ver por otros ojos, escuchar por otros oídos, caminar en otros zapatos. Las ficciones pueden llenarnos de razones para habitar la realidad.

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