Andrés
"Y ese hombre sentenciado, el abatido defensor Escobar Saldarriaga,
miraba fijamente el pasto marchito del campo de juego porque
tampoco creía que eso estuviera pasando".
Ricardo Silva Romero, Autogol.
Colombia mató a Andrés Escobar la madrugada de un sábado. En ese entonces yo entrenaba temprano en una escuela de fútbol todos los sábados en la mañana. Fue allí, cuando era un niño que amaba jugar fútbol y soñaba con ser profesional, que aún no sabía que no lo lograría y como tantos otros terminaría convertido en un adulto obsesionado con ese deporte, que recuerda y olvida detalles y datos inútiles sobre equipos y campeonatos, que dilapida horas enteras viendo partidos o leyendo sobre fútbol y sigue soñando con lo que no logró; fue allí donde me enteré de la muerte de Andrés Escobar. El profesor que nos entrenaba nos dio la noticia mientras nos preparábamos para comenzar el entrenamiento. Dispuestos en un círculo en la cancha hicimos un minuto de silencio, un minuto largo y triste. El fútbol, a menudo, es más una fuente de tristezas que de felicidad.
Días antes, en el malhadado mundial de 1994, Andrés Escobar había anotado un autogol en el partido contra Estados Unidos, el inicio del fin de esa selección que parecía destinada a la grandeza pero quedó en nada, destruida por los males que siempre han azotado a Colombia. Y Escobar, que había sido un símbolo de profesionalismo, de entereza, de seriedad y entrega, terminó siendo la cara reconocible de esa debacle, el chivo expiatorio, el hombre a culpar. Las faltas de todo un grupo cayeron sobre los hombros del defensor que había tenido la pésima suerte de meter la pelota en su propia portería, como si eso hubiera sido lo único que llevó a la selección a fracasar en ese mundial.
La selección clasificó al mundial de Estados Unidos invicta y practicando un fútbol de gloria, sublime, que atrajo elogios desmesurados. Por eso nos comimos el cuento de que esa selección podía ser campeona del mundo sin jugar un solo partido; hasta los jugadores lo hicieron: periodistas y empresarios (legales e ilegales) los ayudaron a convencerse. Nos agrandamos, nos henchimos de puro humo. Y nos estrellamos, nos dimos un golpe fuerte contra el suelo y quedamos aturdidos, desubicados. La selección que había sido fuente de alegría y unión, una distracción para un país agobiado por las mil caras de la violencia y la corrupción, se convirtió en una desazón más, en una desilusión.
Entonces, con esa ira caníbal con la que a menudo devora a quienes fueron sus ídolos, Colombia se volvió contra la selección, pero sobre todo contra Escobar, y lo vilipendió en medio de su frustración. Cualquier excusa era buena para insultarlo: en ese tiempo, si mal no recuerdo, él salía en unos comerciales de una marca de ropa interior; al ver el comercial, había quienes pasaban el canal con un gesto de desagrado, o decían "vean a este güevón". (Luego de su muerte, frente al mismo comercial, la frase era "véalo, pobrecito". Así somos los colombianos). Ese autogol lo marcó y nos marcó. En un país donde la tragedia florece silvestre, y a la violencia sin sentido o simplemente criminal se le llama "intolerancia", eso puede ser muy peligroso.
Así, en uno de esos incidentes que por comunes no dejan de ser absurdos, a Andrés Escobar lo mataron en Medellín saliendo de un bar. Unos apostadores, su conductor, una situación confusa en una borrachera de aguardiente e insensatez. Aunque la mayoría de gente había dado muestras de apoyo a Escobar y había tratado de animarlo, estos tipos estuvieron molestándolo, increpándolo por el autogol, acusándolo de haberse vendido, de haber entregado el partido. Andrés Escobar siempre fue un tipo muy decente, seguro trató de soportar la andanada. Pero todo se desbordó. Un hombre, un borracho de esos que se creen más hombres por tener un arma, mató al defensa de la selección y de Atlético Nacional. El fútbol colombiano quedó moribundo esa noche; Colombia le entregaba otra porción de su alma al Diablo.
Ese fue el cierre macabro para nosotros de ese mundial que había comenzado en medio de la ilusión, del engreimiento. Todo se terminó de ir al carajo ese día. Lo que había comenzado con un equipo jugando bien al fútbol, con muñecos de los miembros de ese equipo, con Max Caimán, el reptil cuyo vientre frotado supuestamente le daría suerte a la selección, que parecía no necesitarla porque consideraba que podría ganar el mundial con los ojos cerrados, y con un montón de gente emocionada, desde niños hasta viejos, terminó con el que tal vez era el mejor ser humano de ese equipo, con el que bien podría haber sido el capitán si no estuviera el liderazgo de ese prodigio futbolístico que era el Pibe Valderrama, muerto a balazos en un hospital. Ahora los niños sabíamos que en Colombia a uno lo pueden matar por algo tan idiota como meterse un autogol en un mundial de fútbol.
Cuatro años después la selección clasificó de nuevo al mundial. Eran los últimos aires de la generación de oro que tuvimos en los noventa, la que había quedado incompleta con la muerte de Andrés Escobar. No se hizo mayor cosa en Francia. Pero esa vez la ilusión no era tanta, éramos más conscientes de las posibilidades de esa selección. Además, cuatro años antes a los hinchas nos habían matado algo por dentro: entre los narcotraficantes, los apostadores, los periodistas endiosadores de carácter voluble, los dirigentes incapaces, los egos inflados y las esperanzas infundadas nos mataron ese algo. No podíamos ser los mismos después de los balazos de esa madruga de sábado.
Vinieron y se fueron las eliminatorias para el mundial del 2002. La selección no clasificó. Por primera vez en mi vida sentía lo que era no clasificar a un mundial de fútbol. La mía era una generación mal acostumbrada: tres clasificaciones seguidas nos habían hecho creer que Colombia siempre clasificaba, que eso era lo normal, la regla y no la excepción. No presenciamos, como nuestros padres y abuelos, los fracasos consecutivos durante 28 años. Esas eliminatorias fueron nuestro encuentro con la realidad. Yo estaba terminando el bachillerato y ya daba preocupantes muestras de dejarme afectar más de lo debido por el fútbol. Cuando perdimos con Perú y era claro que la clasificación se nos iba, me enfermé, me puse pálido y me dolió el estómago. Al otro día no pude ir a estudiar.
El año siguiente igual vi el mundial, con todo y la diferencia horaria. Todas esas trasnochadas y madrugadas para no poder ver a la selección Colombia. Pero bueno, mundial es mundial. Me la pasé llegando con ojeras al colegio.
En 2006 y 2010 de nuevo nos abrazó el fracaso. Y aunque una y otra vez me decía que iba a renunciar, que ya no le pondría atención a las eliminatorias, nunca lo logré. El virus ya se había hecho demasiado fuerte y mi gusto irracional por el fútbol ya no tenía reversa (en el 2006 incluso falté a algunas clases en la universidad para poder ver partidos). Así que recibí uno a uno los golpes de esas dos eliminatorias fallidas, de quedarse en la puerta, con la esperanza desvaída.
Cuando comenzaron las eliminatorias para el mundial de 2014 los presagios no eran buenos. Reinaba el desconcierto y el desorden. Al Bolillo Gómez, que había logrado reencaucharse como técnico de la selección, a la manera de un ominoso fantasma de las eliminatorias pasadas, lo echaron por golpear a una mujer en un bar de Bogotá. Nombraron a Leonel Álvarez, uno de los símbolos de la generación dorada. Dirigió poco, porque a la Federación le gustan las jugadas trapaceras. Pero de todo ese malestar nació de nuevo la esperanza: llegó José Pékerman, el técnico argentino. Y las cosas comenzaron a cambiar. Resistido al principio, sobre todo por la prensa (uno de los que más lo criticó escribió luego un libro lleno de elogios sobre la clasificación de la selección. Ser caradura lo lleva a uno lejos en el periodismo deportivo colombiano), Pékerman transformó poco a poco al equipo, una generación de jugadores que bien podría ser el punto de partida para una nueva época importante en nuestro fútbol. Como entrenador que fue de las selecciones menores de Argentina, Pékerman sabe enseñar, sabe meter una idea de juego en la mente de los jugadores. La selección Colombia cambió, se convenció a sí misma de que podía ganar partidos, que podía volver a un mundial. Con algo de suspenso al final, en un 3-3 en Barranquilla que casi me mata, donde parecía que Colombia iba a perder por goleada frente a Chile, pero tuvo la entereza y la mentalidad para empatar, Colombia supo que el sueño de nuevo era realidad: se había clasificado a Brasil 2014.
De nuevo la celebración, otra vez la ilusión. Una vez más, un país que parece unido por un equipo de fútbol que nos da alegría, que nos ayuda a olvidar por un momento las inmundicias cotidianas del país; están también, claro, quienes insisten en llamarnos idiotas a los que nos gusta el fútbol, en decir que noventa minutos de un partido nos distraen por siempre y para siempre de los problemas graves de Colombia. Supongo yo que es gente que no hace nada diferente a trabajar, sueña con decretos presidenciales y debates en el Congreso, no lee más que el periódico y jamás sale a cine con su pareja o al parque a jugar con sus hijos, no sea que se distraigan de lo "verdaderamente importante". Como si distraerse no fuera necesario de vez en cuando para seguir adelante, para soportar ciertas cosas, para ser felices. Como si las cosas "inútiles" como las películas, la literatura o el fútbol no fueran vitales para poder seguir llamándonos a nosotros mismos humanos.
En fin, la selección Colombia está clasificada y hay alegría repartida por toda la nación. Ya sabemos quienes serán los rivales: Costa de Marfil, Grecia y Japón. Y ya, por desgracia, hay gente diciendo que el grupo está fácil, que ya estamos en octavos de final. Aunque el triunfalismo no es tan generalizado como en el 94, sigue vivo: hay hinchas (y periodistas y dirigentes, por ahí derecho) que no aprendieron, hay otros que no saben del pasado, de la tragedia de aquella vez. El bus de la victoria está lleno de gente que se subió a última hora. Son los más ruidosos, vociferan por las ventanillas como si ya todo estuviera ganado. Son los que con gusto crucificarán a Falcao si no llega a jugar en Brasil, a todo el equipo si pierden un partido. Quién sabe si no habrá alguno dispuesto a halar de nuevo un gatillo.
En alguna entrevista al Pibe Valderrama le preguntaron por la muerte de Andrés Escobar. Dijo que había sido el peor día de su carrera deportiva, mientras contenía unas lágrimas de amigo. Esa muerte bien puede ser el peor recuerdo de la selección que tenemos quienes llevamos tantos años en una relación de amor-odio con ella. Ese día el fútbol colombiano se terminó de ensuciar y se truncó la mejor selección que Colombia ha tenido. Ahora, un nuevo equipo lleno de jugadores de alto nivel, en un proceso más serio y comprometido que podría convertirlos en la mejor selección Colombia de todos los tiempos, ha vuelto al mundial. Tal vez necesitábamos una ausencia prolongada de los mundiales para replantearnos ciertas cosas, para intentar no repetir los errores. Tal vez esos dieciséis años sin ir a un mundial eran un purgatorio necesario, una expiación por el pecado de haber matado a Andrés Escobar. En los tiempos por venir lo sabremos, sabremos si aprendimos, si entendimos que el fútbol no es una razón para matar, si los jugadores colombianos están por fin a la altura de sus metas.
En esta ocasión el delirio alrededor de la selección no parece ser tanto, parece que menos personajes siniestros la rodean y entorpecen su camino. Pero solo cuando termine el mundial sabremos si por fin vivimos en un país en el que los niños que juegan al fútbol no tienen que empezar su entrenamiento con un minuto de silencio por un jugador asesinado.
Muy buena reflexión
ResponderBorrarMuy buena reflexión
ResponderBorrarHola. Saludos desde Canadá. Muy buena radiografía de lo que fue el fútbol colombiano en los últimos 20 años. Oiga, curiosamente soy tocayo suyo y acabo de abrir un blog que me gustaría que visitara de vez en cuando.
ResponderBorrarAquí le dejo el link del post donde comparto su frustración por lo de Andrés Escobar:
http://defutbolydelavida.wordpress.com/2014/01/30/lo-peor-que-nos-podia-pasar-ya-nos-paso/
También le recomiendo este otro post donde describo el proceso de mi conversión en eso que usted llama acertadamente un “adulto obsesionado con ese deporte, que recuerda y olvida detalles y datos inútiles sobre equipos y campeonatos”.
http://defutbolydelavida.wordpress.com/2014/02/05/ese-triste-dia-en-el-que-te-das-cuenta-que-no-seras-futbolista/
Saludos!