Los puros criollos

¿Qué es lo que nos hace colombianos? ¿Cuáles son los símbolos que cuajan nuestra comunidad imaginada? Algunos fueron impuestos desde arriba, como el himno, la bandera o el escudo; se conocen y respetan porque así nos lo enseñaron, porque unos señores muy importantes con patillas largas dijeron hace tiempo que eran símbolos de nuestra nacionalidad. Con el tiempo mucha gente ha olvidado lo que significan y han perdido algo de su poder. Tal vez el deporte sea una de las pocas cosas que aún les devuelve brillo, como la emoción que daba oír el himno cuando la Selección iba a jugar en el mundial de Brasil, o las banderas colombianas por el mundo cuando triunfan deportistas como Nairo Quintana, Rigoberto Urán o Caterine Ibargüen. Lástima que esa bandera dejada en alto por los deportistas sea la misma con la que los políticos se limpian el culo.

Pero hay otros símbolos que han ido forjándose en el tiempo, sin una dirección o intención definida por alguien. Simplemente se han vuelto nuestros a fuerza de compartir nuestros días, de ser parte de nuestras vidas, de nuestra realidad individual y colectiva. Son cosas que probablemente no clasificarían al altar de la patria, pero hablan más y mejor de lo que somos como colombianos. Platos típicos, golosinas, tragos, animales, creencias, música, formas de celebrar o de negociar. Construcciones populares capaces de crecer y transformarse con el tiempo y que nos son muy familiares.

Porque, sea creyente o no, ¿quién no conoce al Divino Niño o al Sagrado Corazón de Jesús? ¿Quién no se ha comido un bocadillo veleño o un choco-ramo, o una chocolatina Jet para coleccionar la lámina? ¿Quién no ha tenido o se ha cruzado en la calle con un perro criollo? ¿Quién no ha escuchado una serenata de mariachis, o una parranda vallenata o un trío musical? ¿Quién no ha ido a una de esas fiestas de quince años que parecen salidas de la Viena del siglo XVIII, pero con sabroso toque nacional? Así no crea en nada de lo que dice, ¿quién no ha ojeado un Almanaque Bristol?

Casi todos tenemos una historia (o muchas; tal vez demasiadas) donde aparece el aguardiente, y zamparse unos tragos de ese licor, ya sea para la tristeza o la felicidad, ha sido una costumbre nuestra por largo tiempo. También hemos tomado chicha, o vino nacional, como le decía mi bisabuela. Ahí sigue esa deliciosa bebida de maíz, a pesar de siglos de intentos de desacreditarla.

Nunca somos más colombianos que cuando nos comemos un tamal, o un merengón vendido en la puerta trasera de un Renault 4, o un plato de esa maravilla culinaria que es la lechona, un manjar celestial que, como todo el mundo sabe, comían los dioses del Olimpo junto con la ambrosía y el néctar, y en grandes cantidades, pues gracias a su condición divina no les aumentaba el nivel de colesterol en el icor.

Hemos jugado tejo y gritado ¡mecha! al reventarla como si se tratara de un gol en un mundial de fútbol. Nos hemos protegido del frío con una ruana, a menudo más efectiva que las chaquetas de marca. Y la ruana no dudó en volverse rosada para celebrar el triunfo de Nairo en el Giro de Italia, que esperamos sea uno de muchos en este regreso de los escarabajos a lugares de preponderancia en carreras alrededor del mundo.

El café, o 'tintico', es parte fundamental de nuestra vida diaria, alrededor del cual charlamos o empezamos a funcionar en las mañanas. La aguapanela nos calentó mucho antes de los intentos de Joseph Klauss por hacerla parecer más cool a ciertas personas. La papa ocupa su lugar en miles de platos a diario, para desespero de la religión del fitness, que condena a los carbohidratos con más dureza que el Papa los pecados. Muchos oficinistas no podrían continuar con su trabajo sin comerse una empanada a la mitad de la mañana. Y habría que preguntarse si valdría la pena vivir en un mundo donde no existiera la arepa.

Todos estos, y otros más, son referentes comunes, elementos fácilmente reconocibles para nosotros y que son parte de nuestra identidad nacional aunque no le guste al arribismo, esa grave enfermedad que padece Colombia. Por eso es tan maravilloso que Los puros criollos los aborde desde la historia y el humor, sin caer en el patrioterismo baboso que tanto daño nos ha hecho y va a seguir haciéndonos, y sin partir de la base que la única forma de hacer reír es la chabacanería de los chistes clasistas, homofóbicos y racistas de toda la vida. El programa nos facilita reconocernos en nuestros símbolos y sentirnos orgullosos de nuestra esencia popular sin, repito, volvernos patrioteros y nacionalistas dementes. Todo lo contrario: hay espacio para criticarnos y reírnos de nosotros mismos y de lo que somos. Para saber quiénes somos. Para entender este, el país de los puros criollos.

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