¿Acaso usted no sabe quién soy yo?

Cuenta Suetonio que Galba, el séptimo emperador de Roma, "hizo crucificar a un tutor que había envenenado a su pupilo, cuyos bienes debía heredar; y habiendo el culpable invocado sus derechos y privilegios de ciudadano romano, Galba, como para dulcificar con alguna distinción el horror del suplicio, lo hizo clavar en una cruz pintada de blanco mucho más alta que las ordinarias".

Piensa uno a menudo que los ciudadanos prominentes, quienes más disfrutan de las ventajas y privilegios de una sociedad, deberían ser castigados también con dureza. En la medida que les da, la sociedad debería ser estricta con ellos. 

No es que debamos crucificar a los políticos corruptos, a los empresarios ladrones o a las celebridades díscolas, no es para tanto. Pero sus castigos sí deberían ser ejemplares, servir para que el resto de nosotros, los que somos nadie, entienda que los privilegios no son para abusar de ellos, sino para usarlos sabiamente, para promover un mínimo de igualdad y que la ley deje de ser "para los de ruana".

Por supuesto, esto es poco más que idealismo sin esperanzas. Ahí seguirán los ciudadanos prominentes encerrados en sus clubes burlándose de todos nosotros, abusando de su posición. Y pueden seguir haciéndolo porque tienen a su favor un arma poderosa: buena parte de los nadie no aspira a que la ley nos cobije a todos de la misma forma, sino a ser un alguien, ojalá con escolta, que pueda pasar sobre los otros, pisotearlos. Un alguien que ante la autoridad de un policía o de un funcionario, o frente a la protesta de otra persona, pueda exclamar con altivo desprecio: ¿Acaso usted no sabe quién soy yo?

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