La Florida
En 1936, un catalán de nombre José Granés Mont abrió en Bogotá, en la carrera Séptima con calle Veinte, la pastelería Florida, conocida por todos como La Florida. Es uno de los sitios tradicionales de Bogotá, ha sobrevivido a sus cataclismos y cambios, es parte de su historia.
Hasta el viernes pasado nunca había ido a La Florida. Esa es una confesión un tanto vergonzosa, porque nací en Bogotá hace casi treinta años y nunca he vivido en otro lugar.
Pero fui, y fui con mi novia y fui feliz. Dos almas viejas encuentran alegría en un lugar así. Mientras charlábamos y veía esos ojos y esa sonrisa que espero poder ver el resto de mi vida, le conté la historia, que leí alguna vez en un artículo de Carlos Granés en la revista El Malpensante, sobre el fundador de La Florida, abuelo del autor, ese español que a punta de trabajo duro montó en Bogotá un salón de té a la inglesa que se convertiría en una de las pastelerías y salones de onces más emblemáticos de la ciudad.
Entonces algo encajó en mi mente ociosa.
Ya una vez hablé aquí de la sincronicidad. El último mes he usado el tiempo libre que me deja mi fracaso como profesional para leer sobre la Guerra Civil española. José Granés llegó a Colombia antes de que estallara la guerra en su país natal, y tal vez la certeza de no poder regresar a una Cataluña amenazada por las fuerzas de Franco hizo que trabajara más duro aquí. Encontró un refugio donde prosperó y crió una familia, lejos de esa guerra siniestra que nos mostró que, a diferencia de las películas, en la vida real casi siempre ganan los peores.
Por La Florida pasaron varios exiliados de la Guerra Civil y luego de la Segunda Guerra Mundial. Fue un sitio para paliar el desarraigo, para hacer de cuenta que el mundo no se había acabado.
Del artículo de Granés recuerdo una historia maravillosa. Eduardo Martínez llegó muy joven a trabajar en La Florida. Era un muchacho pobre que encontró allí la manera de hacerse a sí mismo, de salir adelante, como solemos decir. Años después, cuando José Granés murió, el negocio quedó en manos de su hijo, aunque en realidad era Martínez quien lo sabía todo sobre el funcionamiento de la pastelería. Ese hijo (padre del autor del artículo) era un hombre de izquierda que deseaba dedicarse a la vida académica e intelectual, no a La Florida. Así que un día decidió venderla. Y ahí viene lo maravilloso: a pesar de la oposición de una de sus hermanas, que consideraba que La Florida debía venderse al mejor postor, el hijo de José Granés se la vendió a Eduardo Martínez. La Florida quedó en manos de quien la merecía, del hombre cuyo trabajo había ayudado a convertirla en lo que era (y es).
No muy a menudo vemos a los principios actuar en la vida real, sobre todo cuando de dinero se trata. Por fortuna sí hay hombres dispuestos a vivir como piensan.
Recuerdo entonces otra de mis lecturas sobre la Guerra Civil, una novela o relato real o lo que sea de Javier Cercas: Soldados de Salamina, ese libro que parece tratar sobre el escritor falangista Rafael Sánchez Mazas, pero en realidad se trata sobre el personaje que aparece hacia el final, Antoni Miralles, combatiente en las filas republicanas contra Franco y luego también junto a los franceses en la Segunda Guerra Mundial. Un hombre que peleó durante años contra los fascistas y los nazis, sin descanso, sin rendirse. Una pequeña historia que forja la Historia. Un hombre normal que sobrevivió a lo cruel y a lo extraordinario.
Miralles es uno de esos tantos personajes a los que mucha gente no sabe (sabemos) que le debe la vida. Y sus días finales transcurren en un ancianato francés, lejos de la gloria del reconocimiento y el agradecimiento. Ya nadie recuerda sus sacrificios, sus victorias y esfuerzos que tanto salvaron, que intentaron, con mayor o menor fortuna, parar a los peores.
Sin embargo, podemos decir que haber sobrevivido puede calificarse como un triunfo, pero sobre todo lo es haber seguido adelante. Porque seguir adelante es derrotar, aunque sea un poco, a la adversidad. Siguió adelante Miralles luego de haber convivido con la muerte durante años, y dedicó el resto de su vida a regalarse con vino y comida. Siguió adelante José Granés, lejos de su tierra ensangrentada y construyéndose a sí mismo una nueva vida y una nueva patria, algo duradero. Siguieron adelante los exiliados que encontraron un poco de consuelo en La Florida, unas horas de tranquilidad y alegría, oír y saborear su propia lengua, apoyarse unos a otros. Siguió adelante Eduardo Martínez y recibió la recompensa que su trabajo le deparaba. Siguieron adelante los descendientes de Granés, dejando en manos de quien lo merecía esa pastelería que les dio la posibilidad de andar su propio camino.
"... hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante". La victoria del hombre común consiste en seguir avanzando, ojalá con sus principios intactos. Como Granés, como su hijo, como Eduardo Martínez, como Antoni Miralles.
Cuando nos fuimos de La Florida caminamos un par de horas por el centro, en esa alegría tranquila de las horas vacías que sabe llenar el amor. Hacia el final del paseo, en la vitrina de la Librería Acuario, que queda como en la Dieciocho con Séptima, vi exhibido un libro de Rafael Sánchez Mazas. Sonreí pensando en las coincidencias que llenamos de sentido.
Seguimos nuestro camino en medio de la noche bogotana. Hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.
Hasta el viernes pasado nunca había ido a La Florida. Esa es una confesión un tanto vergonzosa, porque nací en Bogotá hace casi treinta años y nunca he vivido en otro lugar.
Pero fui, y fui con mi novia y fui feliz. Dos almas viejas encuentran alegría en un lugar así. Mientras charlábamos y veía esos ojos y esa sonrisa que espero poder ver el resto de mi vida, le conté la historia, que leí alguna vez en un artículo de Carlos Granés en la revista El Malpensante, sobre el fundador de La Florida, abuelo del autor, ese español que a punta de trabajo duro montó en Bogotá un salón de té a la inglesa que se convertiría en una de las pastelerías y salones de onces más emblemáticos de la ciudad.
Entonces algo encajó en mi mente ociosa.
Ya una vez hablé aquí de la sincronicidad. El último mes he usado el tiempo libre que me deja mi fracaso como profesional para leer sobre la Guerra Civil española. José Granés llegó a Colombia antes de que estallara la guerra en su país natal, y tal vez la certeza de no poder regresar a una Cataluña amenazada por las fuerzas de Franco hizo que trabajara más duro aquí. Encontró un refugio donde prosperó y crió una familia, lejos de esa guerra siniestra que nos mostró que, a diferencia de las películas, en la vida real casi siempre ganan los peores.
Por La Florida pasaron varios exiliados de la Guerra Civil y luego de la Segunda Guerra Mundial. Fue un sitio para paliar el desarraigo, para hacer de cuenta que el mundo no se había acabado.
Del artículo de Granés recuerdo una historia maravillosa. Eduardo Martínez llegó muy joven a trabajar en La Florida. Era un muchacho pobre que encontró allí la manera de hacerse a sí mismo, de salir adelante, como solemos decir. Años después, cuando José Granés murió, el negocio quedó en manos de su hijo, aunque en realidad era Martínez quien lo sabía todo sobre el funcionamiento de la pastelería. Ese hijo (padre del autor del artículo) era un hombre de izquierda que deseaba dedicarse a la vida académica e intelectual, no a La Florida. Así que un día decidió venderla. Y ahí viene lo maravilloso: a pesar de la oposición de una de sus hermanas, que consideraba que La Florida debía venderse al mejor postor, el hijo de José Granés se la vendió a Eduardo Martínez. La Florida quedó en manos de quien la merecía, del hombre cuyo trabajo había ayudado a convertirla en lo que era (y es).
No muy a menudo vemos a los principios actuar en la vida real, sobre todo cuando de dinero se trata. Por fortuna sí hay hombres dispuestos a vivir como piensan.
Recuerdo entonces otra de mis lecturas sobre la Guerra Civil, una novela o relato real o lo que sea de Javier Cercas: Soldados de Salamina, ese libro que parece tratar sobre el escritor falangista Rafael Sánchez Mazas, pero en realidad se trata sobre el personaje que aparece hacia el final, Antoni Miralles, combatiente en las filas republicanas contra Franco y luego también junto a los franceses en la Segunda Guerra Mundial. Un hombre que peleó durante años contra los fascistas y los nazis, sin descanso, sin rendirse. Una pequeña historia que forja la Historia. Un hombre normal que sobrevivió a lo cruel y a lo extraordinario.
Miralles es uno de esos tantos personajes a los que mucha gente no sabe (sabemos) que le debe la vida. Y sus días finales transcurren en un ancianato francés, lejos de la gloria del reconocimiento y el agradecimiento. Ya nadie recuerda sus sacrificios, sus victorias y esfuerzos que tanto salvaron, que intentaron, con mayor o menor fortuna, parar a los peores.
Sin embargo, podemos decir que haber sobrevivido puede calificarse como un triunfo, pero sobre todo lo es haber seguido adelante. Porque seguir adelante es derrotar, aunque sea un poco, a la adversidad. Siguió adelante Miralles luego de haber convivido con la muerte durante años, y dedicó el resto de su vida a regalarse con vino y comida. Siguió adelante José Granés, lejos de su tierra ensangrentada y construyéndose a sí mismo una nueva vida y una nueva patria, algo duradero. Siguieron adelante los exiliados que encontraron un poco de consuelo en La Florida, unas horas de tranquilidad y alegría, oír y saborear su propia lengua, apoyarse unos a otros. Siguió adelante Eduardo Martínez y recibió la recompensa que su trabajo le deparaba. Siguieron adelante los descendientes de Granés, dejando en manos de quien lo merecía esa pastelería que les dio la posibilidad de andar su propio camino.
"... hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante". La victoria del hombre común consiste en seguir avanzando, ojalá con sus principios intactos. Como Granés, como su hijo, como Eduardo Martínez, como Antoni Miralles.
Cuando nos fuimos de La Florida caminamos un par de horas por el centro, en esa alegría tranquila de las horas vacías que sabe llenar el amor. Hacia el final del paseo, en la vitrina de la Librería Acuario, que queda como en la Dieciocho con Séptima, vi exhibido un libro de Rafael Sánchez Mazas. Sonreí pensando en las coincidencias que llenamos de sentido.
Seguimos nuestro camino en medio de la noche bogotana. Hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.
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