Santos y Uribe (y los héroes necesarios)

Los héroes de la retirada. Así se llamó una columna que publicó Hans Magnus Enzensberger el 26 de diciembre de 1989. La premisa básica del texto es que el mundo estaba asistiendo al nacimiento de un nuevo tipo de héroe, distinto al que siempre conocimos, al héroe de la batalla y la conquista y el triunfo. A esos héroes los llama los héroes de la retirada, personajes paradójicos cuya labor consiste en demolerse, representan la renuncia y el desmontaje. Sus victorias son distintas; la negociación su arte.

Llegué a la columna porque Javier Cercas la menciona en Anatomía de un instante. Leyendo ese libro sobre el intento de golpe del 23 de febrero de 1981, sobre la Transición, sobre España, pensé en los paralelismos de la historia y, quién sabe si forzadamente, en la realidad colombiana. Pensé que en este momento tenemos dos buenos ejemplos de esos héroes contrapuestos. Héroes es un decir: ninguno de los dos realmente lo es. Pero usemos la palabra para seguir.

Álvaro Uribe es el héroe que siempre conocimos, el héroe de la victoria y la agresión, de las estatuas con sable desenfundado. Apareció como enviado providencial para un país harto de la violencia de una guerrilla confundida y extraviada en el tiempo, anquilosada y sangrienta. La infamia de las FARC hizo que Colombia se entregara sin resistencia a Uribe y su cruzada vengativa.

Uribe se convirtió en el campeón de un ejército educado en la mentalidad de la Guerra Fría, del enemigo interno (van a poner un McDonald's en La Habana antes de que el ejército colombiano cambie su mentalidad caduca). Enarbolando la bandera del nacionalismo, del si no están conmigo están contra mí, polarizó al país y graduó de enemigo de la patria a todo aquel que no comulgara con sus ideas y directrices, con su estilo y sus objetivos. Logró acorralar a su enemigo jurado, lo golpeó una y otra vez y lo debilitó. No pudo derrotarlo, pero ganó el agradecimiento de millones de personas. Sin embargo, también logró otras cosas, como los cuatro mil asesinados porque "no estarían recogiendo café", envenenó el debate público y lo rebajó, nos hizo aún más violentos e intolerantes, nos acostumbró a desconfiar los unos de los otros, impuso una sola forma correcta de pensar que puso en peligro a todo el que no la compartiera, desbarajustó las instituciones y quiso someterlas a su albedrío personal y megalómano.

Intentó quedarse para siempre en el poder y casi lo logra. Por fortuna no fue así. Pero quienes ahí lo querían lo extrañan y tratan de devolverlo al pedestal. Lo pusieron en el Senado y desde allí continúa su labor de polarización y envenenamiento, sobre todo contra el proceso de paz. Este héroe de la victoria es un caudillo y no puede permitir que sean otros los que aparecen en los libros de historia. Es un caudillo y debe triunfar aunque todo lo demás arda y se pierda, aunque se desperdicien vidas. Su discurso de cuartel cree en el martirio y se apoya en los soldados que, al no conocer otra forma de ver el mundo, se sienten traicionados porque no los dejan hacer la guerra.

A pesar del hecho notorio de que el proceso de paz con las FARC fue posible porque están heridas y debilitadas, y lo están por la forma como las combatió, Uribe se niega a apoyar un proceso que ve como una claudicación. Así la ven también millones de personas, la mayoría gente que ha vivido la guerra tangencialmente, que se escandaliza por los menores reclutados por la guerrilla, pero luego celebra cuando a esos mismos niños les tiran bombas encima. Así la ven también los militares que se acostumbraron a medrar con la guerra, a tener el poder y el prestigio de los guerreros, a defender sus privilegios y sus pensiones abultadas. Gente obnubilada por los discursos del honor y la patria, fantasmas alimentados por quienes no dudan en enviar a otros a morir.

Uribe es la voz principal de la oposición al proceso de paz, de quienes creen que negociar es perder y repiten un estribillo vacío: Paz sí pero no así. Fiat iustitia et pereat mundus: que se haga justicia aunque perezca el mundo.

Uribe es el héroe de una victoria ilusoria, la victoria de las armas en una guerra fratricida. Es el héroe de quienes niegan la posibilidad del futuro, la oportunidad de hacer algo nuevo, porque piensan que la tierra arrasada es la única forma de volver a sembrar.

Juan Manuel Santos, por su parte, vendría siendo en esta historia el héroe de la retirada. Aunque parecía la continuación de lo anterior (y en casi todos los aspectos lo ha sido), mostró un enfoque diferente. En realidad nunca quiso ser la sombra y el títere de su antecesor: Santos siempre ha querido su lugar en la historia. Todas sus movidas fueron calculadas con ese fin y nada se lo iba a impedir. En su caso, todos los caminos llevaban a la Presidencia.

Pronto comenzaron a llamarlo traidor quienes lo subieron al trono: los fanáticos no soportan la más mínima desviación de la doctrina. El mismo Santos quiso presentarse como un traidor, no de Uribe o de sus votantes, sino de su clase social: Voy a poner a chillar a los ricos, dijo. Tonterías y veleidades del manejo de imagen y la política, saludos a la bandera y desencuentros entre quienes, de una u otra forma, siempre han mandado.

A los fieles de Uribe les pareció traición la normalización de las relaciones internacionales con Venezuela y Ecuador, así como la Ley de Tierras y la Ley de Víctimas (leyes que aunque imperfectas servían para comenzar el camino, pero aun así se encontraron con la oposición de la izquierda, en un maximalismo irracional cuyo lema parecía ser "si no es como yo lo digo, no sirve". Fiat iustitia et pereat mundus). No obstante, esos parecieron golpes menores cuando llegó la verdadera noticia, la jugada maestra, la más profunda traición: el proceso de paz con las FARC.

No se les puede proponer un proceso de paz como salida de la violencia a quienes rinden culto a la guerra.

Es el proceso el que marca el giro y hace aparecer a Santos como el héroe de la retirada. En el proceso de La Habana se ha jugado todo su capital político y es la única razón por la que consiguió la reelección.

Los colombianos nos hemos acostumbrado tanto a resolver nuestros problemas a lo bestia, por medio de la fuerza, el ruido y la agresividad, que hablar y negociar se han convertido en sinónimos de debilidad, de estupidez. Santos ha continuado a pesar de todo eso. Probablemente nadie más lo hubiera hecho, seguir con el proceso a pesar del desprestigio, de la oposición virulenta, de la desconfianza, de las acusaciones delirantes, como la de ser un comunista y guerrillero infiltrado desde los setenta. Buscar su lugar en los libros de historia lo impulsa y lo mantiene en la ruta del proceso de paz.

Tiene todo el sentido del mundo que Santos, un conspicuo representante de la clase dirigente de este país, un hijo de la Mamá Grande, sea quien encabece el intento por negociar el fin del conflicto con las FARC. Después de todo, oligarquía y guerrilla son los principales (principales, no únicos) actores en esta guerra demasiado larga.

Solo una negociación puede sacarnos de este laberinto de muerte y venganza. En Anatomía de un instante Cercas cita a Max Weber mientras habla del proceso político de la Transición:
... como si todos hubieran leído a Max Weber y pensaran como él que no hay nada éticamente más abyecto que practicar una ética espuria que sólo busca tener razón, una ética que, "en lugar de preocuparse de lo que realmente corresponde al político, el futuro y la responsabilidad frente a él, se pierde en cuestiones, por insolubles políticamente estériles, sobre cuáles han sido las culpas en el pasado" y que, incurriendo en esta indignidad culpable, "pasa además por alto la inevitable falsificación de todo el problema", una falsificación que es el resultado del interés rapaz de vencedores y vencidos en conseguir ventajas morales y materiales de la confesión de culpa ajena.
Muy probablemente Santos no ha leído a Max Weber, pero parece entender que la negociación es necesaria, que el castigo de las culpas, culpas que comparten todos los bandos, no es el elemento fundamental para terminar la guerra en Colombia, sino reconocer los daños que se han hecho, reparar a las víctimas y tratar de construir una nueva realidad donde el conflicto se tramite por cauces pacíficos. No se trata de tener razón a toda costa, sino de intentar curar las heridas de un país debilitado y casi exangüe.

Ya se ha dicho que deberemos tragarnos varios sapos: ese parece ser el precio a pagar para alcanzar la paz. Los deberes y obligaciones con los tiempos por venir así parecen exigirlo. En últimas, el proceso de paz de La Habana es un pacto por el futuro.

Al entender esto, Santos parece convertirse en nuestro héroe de la retirada, el que se demuele a sí mismo y desmonta ese mundo y ese sistema que nos llevaron a la autodestrucción y la muerte. Parece ser el campeón de la paz y comprender que "cualquier cretino es capaz de arrojar una bomba. Mil veces más difícil es desactivarla". Parece. Porque como Uribe, Santos no es un héroe, y si bien acierta con el proceso y su empecinamiento en llevarlo hasta el final, sus otras actuaciones de gobierno no se articulan a lo negociado, a las necesidades históricas de Colombia para superar la violencia (ejemplo: el problema de la tierra). Si se convenciera a sí mismo de ir un paso más allá, encontraría un lugar menos endeble en la historia, su anhelo más profundo, y sentaría bases más fuertes para la reconciliación que debemos emprender los colombianos.

Después de tanto no hemos encontrado a nuestros héroes, porque Santos y Uribe no lo son, o son héroes lábiles y defectuosos (aunque para algunos sí sean héroes en toda la regla, sobre todo Uribe). Pero creo que sí hay héroes en esta historia, héroes definitivos para el futuro, para los días complejos por venir.

Lo más sorprendente, maravilloso y hermoso que se ha visto en este proceso de paz es la existencia de miles, millones de víctimas dispuestas a perdonar. Ellas, que han sufrido de verdad y han visto y sentido los peores horrores nacidos de ese caos dantesco y repugnante que es la guerra, aún tienen la capacidad de perdonar, de seguir adelante. Una capacidad increíble y escasa y profundamente necesaria para Colombia. Las víctimas, los sobrevivientes no son todos iguales, ni tienen las mismas motivaciones, ni comprenden y habitan el mundo de la misma forma, pero con la disposición a perdonar y reconstruir se salvan ellos y nos salvan a todos, porque sin ese perdón Colombia no tiene futuro, sin el intento por curarnos no hay esperanza de lograr nada, de sembrar las semillas del mañana.

Ellos son nuestros héroes, los que tratan y consiguen perdonar lo imperdonable. Héroes ya no de la retirada, sino del encuentro, de la reconciliación.

Héroes necesarios.

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