Una rabia vieja
El colombiano es un pueblo envilecido. La guerra, demasiado larga, sucia y terrible, ha deformado nuestra visión del mundo, la manera en la cual nos relacionamos unos con otros.
De ahí la enconada oposición a terminar el conflicto con una negociación. Nos hemos convertido en un pueblo incapaz de imaginar una forma distinta de vida, una donde las masacres no sean noticia diaria y los jóvenes no mueran en el monte vestidos de camuflado. Hemos dejado de imaginar un futuro distinto. Nos resignamos a nuestra violencia y nos anestesiamos contra el dolor del conflicto.
Estamos llenos de rabia, una rabia de generaciones endurecida y agriada por el tiempo. Décadas de negarnos y destruirnos nos han cercenado la capacidad para la compasión, como si el sufrimiento de las víctimas fuera un asunto de otros, una ficción televisiva lejana y aséptica, trivial e inobjetable.
Quienes se lucran y medran con la guerra se las han arreglado para inculcar sus valores a quienes solo ponen el sufrimiento, los cadáveres y el desarraigo, y los han convencido de perpetuar su infierno. Sus mentiras han convencido a los sacrificados de construir el altar de sacrificio.
Pero las voces tímidas de la vida y la concordia a veces logran oírse. En ocasiones los guerreros entienden que no es necesario, ni deseable, extender por siempre las llamas de la violencia y que no hay deshonor en negociar para salvar vidas. Comprenden, en una iluminación afortunada, que no debe perecer el mundo para hacer justicia.
El proceso de paz nos ha puesto de frente a nosotros mismos. Viéndonos en profundidad deberemos elegir qué tipo de país queremos ser, si seguimos alimentando la hoguera con nuestra vieja rabia implacable o intentamos detener nuestra marcha acuciosa hacia el barranco. Decidiremos si queremos el país de los sueños dorados de Millán Astray, donde muere la inteligencia y vive la muerte, o si aspiramos a uno capaz de ser descrito por unos versos de Borges:
Han tomado la extraña resolución de ser razonables.
Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades.
De ahí la enconada oposición a terminar el conflicto con una negociación. Nos hemos convertido en un pueblo incapaz de imaginar una forma distinta de vida, una donde las masacres no sean noticia diaria y los jóvenes no mueran en el monte vestidos de camuflado. Hemos dejado de imaginar un futuro distinto. Nos resignamos a nuestra violencia y nos anestesiamos contra el dolor del conflicto.
Estamos llenos de rabia, una rabia de generaciones endurecida y agriada por el tiempo. Décadas de negarnos y destruirnos nos han cercenado la capacidad para la compasión, como si el sufrimiento de las víctimas fuera un asunto de otros, una ficción televisiva lejana y aséptica, trivial e inobjetable.
Quienes se lucran y medran con la guerra se las han arreglado para inculcar sus valores a quienes solo ponen el sufrimiento, los cadáveres y el desarraigo, y los han convencido de perpetuar su infierno. Sus mentiras han convencido a los sacrificados de construir el altar de sacrificio.
Pero las voces tímidas de la vida y la concordia a veces logran oírse. En ocasiones los guerreros entienden que no es necesario, ni deseable, extender por siempre las llamas de la violencia y que no hay deshonor en negociar para salvar vidas. Comprenden, en una iluminación afortunada, que no debe perecer el mundo para hacer justicia.
El proceso de paz nos ha puesto de frente a nosotros mismos. Viéndonos en profundidad deberemos elegir qué tipo de país queremos ser, si seguimos alimentando la hoguera con nuestra vieja rabia implacable o intentamos detener nuestra marcha acuciosa hacia el barranco. Decidiremos si queremos el país de los sueños dorados de Millán Astray, donde muere la inteligencia y vive la muerte, o si aspiramos a uno capaz de ser descrito por unos versos de Borges:
Han tomado la extraña resolución de ser razonables.
Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades.
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