Un sí nacido de la historia atribulada de Colombia.

Un sí para entender nuestras complejidades, nuestras raíces, nuestros derroteros. Para resolver los conflictos en los que nos han sumido la ignorancia, el maniqueísmo y las mentiras.

Un sí para nunca más haya columnas de marcha; para que los campesinos no deban correr despavoridos hacia el monte porque están cayendo las bombas. Bombas a menudo lanzadas por quienes debían protegerlos.

Un sí pensando en que la tierra no puede devolvernos a los muertos, pero sí puede ser el sustento de los vivos. Una tierra donde quepamos todos y no solo los despojadores. Donde los semáforos y la miseria de los suburbios no sean el destino ineluctable de quienes saben hacer brotar vida del suelo.

Un sí para intentar escapar de las garras de quienes han hecho del odio y la pulsión de muerte su fortín, esos hombres y mujeres que se han elevado sobre los cadáveres y envían a otros a morir con una mueca y un displicente gesto de la mano. Un sí para que el miedo deje de ponernos a su disposición.

Un sí para desarmar al enemigo.

Un sí para tratar de convertir la dignidad en algo más que una palabra. Para que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir.

Un sí para que la memoria sea la base de la vida y no de la muerte.

Un sí para que los nietos no deban seguir cargando los odios de sus abuelos.

Un sí para darle una chance al perdón, para que la justicia restañe las heridas en lugar de incendiar el mundo y llamar al olvido.

Un sí consciente de las tareas difíciles y necesarias ante nosotros. De la obligación de construir, aunque sea más fácil destruir.

Un sí para intentar cambiarnos y en el proceso cambiar al país. Para recuperar nuestra humanidad y reconocer lo humano en los otros. Para rescatarnos.

Un sí que no garantiza el futuro, pero abre la puerta de la posibilidad, de la oportunidad. Un sí capaz de alejarnos del persistente y amargo camino de violencia que venimos recorriendo.

Un sí para darnos el lujo escaso de la esperanza.



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