No

Por un momento pareció que íbamos a ser capaces. Por un instante se vislumbró en el horizonte la posibilidad de hacer las cosas de una manera distinta, de comenzar a forjar otro destino, de andar un nuevo camino. Pareció que estábamos dispuestos a comenzar a sanar esa herida larga y sangrante que es Colombia.

Pero no fue así. Debido a las mentiras, a la apatía, a la desidia, a la rabia vieja que nos acosa, a la demagogia, a los intereses electorales de sectores políticos nefandos, al clasismo, la homofobia y el racismo, a la desinformación, a la desconfianza, al miedo, al odio, a la superstición y al desconocimiento de la historia, el no ganó en el plebiscito. Las tesis delirantes de que nos íbamos a convertir en una nueva Venezuela o en Cuba, de que el acuerdo era parte del "lobby gay" y la "ideología de género", de que había que joder a Santos, o votar no para que la victoria del sí no fuera tan amplia, de que el acuerdo era una claudicación y una entrega sin reserva del país a las FARC, y una fuente infinita de impunidad, lograron su cometido.

La oposición al acuerdo se encontró con un escenario inesperado. Daban por sentada la derrota, la esperaban para poder gritar ¡fraude! ¡Falta de garantías! ¡Castrochavismo! Sin embargo, se encontraron con una victoria y las manos vacías. Hablaron de una renegociación de los acuerdos, y ahora parece que sus únicas propuestas ya estaban contempladas en lo negociado en La Habana. Hablan de lo mismo, pero ajustado a sus intereses. Hablan de una amnistía para los guerrilleros rasos, sin apenas mencionar mecanismos de verdad, justicia, reparación y no repetición. Hablan de eliminar el asunto de tierras y la justicia transicional en la negociación. Hablan, en resumidas cuentas, de no resolver las causas de la violencia, de aplazar el futuro, de incubar una nueva fase de la guerra.

Ahora lo único seguro es la incertidumbre. No sabemos si de verdad será posible una renegociación ni si esta tendrá buenos resultados. No parece. No sé si la voluntad del Gobierno y de las FARC será suficiente. En estos días desapacibles solo puedo imaginar un escenario donde habrá una constituyente que nos va a dejar con una Constitución capaz de sonrojar a Miguel Antonio Caro; una Carta Política al lado de la cual la de 1886 parecería un manual de tolerancia y apertura democrática.

En este instante me faltan fuerzas para ser optimista. En este momento solo puedo pensar en las víctimas. Les fallamos. Cuando veo que en lugares como Buenaventura, el Cauca o Bojayá, donde la guerra ha golpeado más fuerte, la gente votó en su mayoría por el sí, siento que volvimos a matar a los muertos y les negamos la posibilidad de una nueva vida a los vivos. Siento que les pisoteamos la esperanza de encontrar por fin una vida sin los reflejos del pavor. Siento dolor, vergüenza e impotencia al ver hasta donde nos puede llevar la falta de compasión. Siento que dejamos pasar una oportunidad única y preciosa de reconstruir la dignidad, de recobrar la memoria y encontrar un poco de justicia. Abandonamos a quienes más han sufrido en esta guerra asquerosa, los dejamos en su soledad, en la oscuridad del olvido, el desinterés y la discriminación para seguir montados en los pedestales morales de nuestras viditas intrascendentes, sin pensar jamás en el sufrimiento de los ignorados de siempre. Nos negamos a ser mejores. Fuimos incapaces para la grandeza.

Hace años Gonzalo Arango se preguntó si no habría manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los hiciera dignos de vivir. El dos de octubre Colombia le respondió:

No.

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