El pasado no es pasado
A veces para entender el periódico del día hay que recurrir a los libros de historia.
Una y otra vez termina uno por recordar las palabras de Faulkner: "El pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado". Ante el ascenso ominoso del populismo, de los fascismos disfrazados y bien educados en los modales de la democracia, tan parecidos a los de principios del siglo XX, me propuse hacer una serie de lecturas sobre las dos guerras mundiales, sobre esa primera mitad de siglo que vio a la humanidad marchar con júbilo hacia el abismo, la vio arder en las llamas de la mentira, el odio y la codicia.
No han faltado los escalofríos. Tampoco la sensación de familiaridad, de repetición, de retorno de la catástrofe.
Escalofríos siente uno al encontrar en la tristeza de Stefan Zweig, en su nostalgia por el mundo golpeado por la Primera Guerra Mundial y liquidado por la Segunda, descripciones de movimientos y sentimientos colectivos muy similares a los de hoy, formas de ver el mundo que sumieron a la humanidad en carnicerías gigantescas y destrucciones masivas, hipocresías que costaron millones de vidas.
Había reconocido al adversario contra el cual tenía que luchar: el falso heroísmo que prefiere enviar al sufrimiento y a la muerte primero a los demás; el optimismo barato de profetas sin conciencia, tanto políticos como militares que, prometiendo sin escrúpulos la victoria, prolongan la carnicería y, detrás de ellos, el coro que han alquilado, todos esos 'charlatanes de la guerra', como los estigmatizó Werfel en su bello poema. El que exponía una duda, entorpecía su actividad política; al que les daba una advertencia, lo escarnecían llamándolo pesimista; al que estaba en contra de la guerra, que ellos mismos no sufrían, lo tachaban de traidor. Era la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llamaba cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada, en la hora de la catástrofe que ella misma irreflexivamente había provocado.
De El mundo de ayer entristecen muchas cosas: la victoria de la brutalidad sobre la cultura, la imposibilidad del conocimiento y la concordia para frenar la barbarie, el triunfo de la demagogia y el patriotismo sobre la unión y la cordura de Europa (Brexit, ¿eres tú?). En pocas palabras: la muerte de un ideal.
Sobre todo, estremece y asusta la similitud entre el ascenso de Hitler al poder y el de Trump. Dos hombres vulgares, cínicos y mentirosos que lograron engañar a casi todo el mundo.
Este orgullo basado basado en la formación académica indujo a los intelectuales alemanes, más que cualquier otra cosa, a seguir viendo en Hitler al agitador de las cervecerías que nunca podría llegar a constituir un peligro serio, cuando ya desde hacía tiempo, gracias a sus instigadores invisibles, se había granjeado el favor de poderosos colaboradores en distintos ámbitos. E incluso aquel mismo día de enero de 1933 en que se convirtió en canciller, la gran masa y los mismos que lo habían empujado al cargo lo consideraban un simple depositario provisional del puesto y veían el gobierno del nacionalsocialismo como un mero episodio.
Entonces se manifestó por primera vez y a gran escala la técnica cínicamente genial de Hitler. Durante años había hecho promesas a diestro y siniestro y se había ganado importantes prosélitos en todos los partidos, cada uno de los cuales creía poder aprovechar para sus propios fines las fuerzas místicas de aquel "soldado desconocido". Pero la misma técnica que Hitler empleó más adelante en política internacional, la de concertar alianzas -basadas en juramentos y en la sinceridad alemana- con aquellos a los que quería aniquilar y exterminar, le valió ya su primer triunfo. Sabía engañar tan bien a fuerza de hacer promesas a todo el mundo, que el día en que llegó al poder la alegría se apoderó de los bandos más dispares. [...] Y, por último, ¿podía imponer nada por la fuerza a un Estado en que el derecho estaba firmemente arraigado, en que tenía en contra a la mayoría del Parlamento y en que todos los ciudadanos creían tener aseguradas la libertad y la igualdad de derechos, de acuerdo con la Constitución solemnemente jurada?
Ahora empecé a leer 1914 - 1918. Historia de la Primera Guerra Mundial. David Stevenson explica con exhaustividad de historiador la situación descrita por Zweig, ese entramado de intereses nacionales y económicos, arrogancia e irresponsabilidad que desembocó en la Gran Guerra. Hacia el final del primer capítulo, Stevenson cuenta que el comienzo de la guerra fue recibido con menos entusiasmo en el campo y en las ciudades pequeñas que en las grandes urbes europeas. Conecté eso con la primera cita de El mundo de ayer puesta antes, y esas dos ideas con Colombia, este país donde la "gente de bien" de las ciudades y los "profetas sin conciencia" casi logran detener el proceso de paz con las FARC, porque las vidas de millones de campesinos les importan menos que sus intereses propios o una moral hipócrita y etérea. Repitamos: "Era la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llamaba cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada, en la hora de la catástrofe que ella misma irreflexivamente había provocado". La gente perversa que nos metió en esta guerra, y millones de colombianos que se dejaron engañar por ellos, casi nos niegan la oportunidad de buscar la paz, de intentar una salida incruenta del conflicto. Todavía pueden hacerlo.
Las lecciones de la historia están ahí, pero hemos decido ignorarlas. Trump, Putin, Le Pen, el Brexit, la victoria del no: seguimos abrazando la tragedia con éxtasis, saboreamos la posibilidad del precipicio.
Decía Marc Bloch que un historiador no puede aburrirse porque por profesión se interesa en el espectáculo del mundo. No se aburre, pero vaya que puede asustarse.
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