Noches de Bocagrande



Para Isabel

Nunca había visto el mar.

Bueno, sí lo había visto: a diez mil metros de altura, cuando viajé a los Estados Unidos; lo intuí en el gris horizonte invernal del río Hudson.

Pero nunca había estado en la orilla con los pies sobre la arena. No había escuchado la música de su vaivén ni sentido la brisa que amaina al sol. Nunca había estado entre sus aguas imperiosas. No había experimentado el embelesamiento que produce mirarlo, esa sensación de plenitud, de concentración y, sobre todo, de pequeñez, de insignificancia, esa sensación que ayuda a comprender mejor la conexión íntima de los engranajes universales. No había constatado que el mar es poesía incluso cuando te revuelca una ola.

No pude dejar de mirarlo desde que me asomé por primera vez a la costa, en el taxi que me llevó del aeropuerto al hotel. Todas las mañanas lo primero que hacía era mirar por la ventana de la habitación, como hipnotizado, mientras las olas rompían en la playa.

Podría quedarme viéndolo toda la vida.

Y junto al mar, Cartagena, esa ciudad "iletrada pero jactanciosa", como dice Genoveva Alcocer en La tejedora de coronas. Una ciudad demasiado costosa y elitista que, sin embargo, se le mete a uno por los ojos y se le queda en el alma. Los balcones rebosantes de flores, las cúpulas, las estatuas, los monumentos, la impresión de que la historia no termina de pasar por sus calles, de que los fantasmas de sus siglos aún viven allí. El aire cargado de amor.

Porque Cartagena y el mar los conocí con ella, el amor de mi vida. Porque luego de mirar el mar la miraba a ella y sentía ganas de agradecer al cielo por la posibilidad de estar ahí. Porque las cosas importantes tienen más sentido cuando se pueden compartir con alguien que amas. Porque su sonrisa de niña me hace sonreír y me convence de que todo vale la pena. Allí, bajo el sol del Caribe, en sus noches cálidas, con el mar bordando luceros en el filo de la playa, fuimos profundamente felices.

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