Llorona

Creo que fue a Álvaro Mutis al que una vez le leí que la música es el arte supremo, el que está por encima de los demás. Tiene razón. No todos podemos pintar o esculpir, casi nadie lee y aún menos gente está interesada en aprender a escribir. Pero todos oímos música. Todos tenemos una banda, un artista, un verso que nos ha removido las tripas, que ha acompañado la alegría o le ha dado forma a la tristeza. Todos tenemos canciones que nos han moldeado el alma.

Un documental sobre Chavela Vargas y la película sobre la vida de Freddie Mercury parecen cosas lejanas, pero el alma no entiende las razones de las categorías discográficas. Y quiso el destino que pudiera ver las dos cosas el mismo día, un sábado de doble función, un pequeño lujo aislado como una isla en un mar de obligaciones y trabajo.

Una entrevistada en el documental sobre Chavela lo dice bien: la de Chavela Vargas era la voz de una de esas personas que ya nacen con una herida de la vida, o de la muerte. Como una sacerdotisa del dolor, Chavela se paraba sobre el escenario para desgarrar el mundo, para recordar que la vida es una serie de frustraciones, de amarguras y desengaños, interrumpida por los fugaces episodios de la felicidad. Retratada en toda su humanidad, sin los edulcorantes de la hagiografía, uno puede verse en las canciones y en la vida sangrante de Chavela. Pensaba en mis propias borracheras, pálidas en comparación con las parrandas en el Tenampa, donde entraban viernes y salían lunes; nostálgico de un tiempo que no viví, anhelaba haber estado ahí con Chavela y José Alfredo intentando arrancarle un poco de alegría a la vida con la ayuda del tequila, la amistad, el amor y las canciones. Podía reír con su humor torrencial y entender con las entrañas que no hay contradicción entre la capacidad de hacer reír y ser una persona profundamente triste y solitaria; que el alcohol es un buen sirviente pero es un pésimo amo y beber es una necesidad del alma más que del cuerpo. Deseé haber estado en aquel antro donde volvió a cantar luego de muchos años, quise estar allí llorando mientras la veía volver a la vida entre sus lágrimas y su canto. Pensé en los caminos que lo llevan a uno a querer una música de otro tiempo, en mi abuelo que cantaba entre aguardientes sin saber que me estaba enseñando el amor por la ranchera, en mi abuela que con gafas oscuras parece una copia de Chavela. Me convencí, una vez más, de que hay almas viejas que van por el mundo en cuerpos más jóvenes, y nos buscamos y nos encontramos y tratamos de que el amor sea más largo que el olvido.

Como para constatar de nuevo el poder de la nostalgia, entré a ver Bohemian Rhapsody. Freddie Mercury, una de las mejores voces que he escuchado en mi vida; Queen, una de las bandas que estuvieron allí, al comienzo, cuando aún no sabía todo lo que el rock iba a significar para mí, todas las horas que iba a ocupar, los latidos que iba a acelerar. Con emoción adolescente me maravillé ante la interpretación de Rami Malek (y de Gwilym Lee, idéntico a Brian May), pero sobre todo ante la música. Me emocioné al ver la recreación del nacimiento de las canciones de Queen, canciones que van y vuelven, una y otra vez, pero nunca abandonan esa lista de canciones a las que uno recurre cuando la vida no basta, cuando se enreda o cuando es necesario celebrarla. Las canciones imprescindibles, las que revelan, las que mueven las fibras invisibles que nos sostienen y nos dan forma. Con cada acorde conocido volvía el entusiasmo primigenio, ese sobresalto definitivo de la infancia o la adolescencia causado por la atracción ineludible hacia un ritmo, hacia un riff, hacia un canto inteligible pero cercano, capaz de hablarle a algo más hondo sin importar la barrera del idioma. Las canté en silencio todas y cada una, mientras movía los pies y las manos con el tonto movimiento de un baterista que nunca fue, mientras todo el dolor, la soledad, el amor y la desgracia de Freddie Mercury transcurrían en la pantalla y llegaban al momento cumbre de ese concierto final, esas escenas donde parecía que los muertos pudieran regresar. Freddie Mercury nos fue arrebatado demasiado pronto en un rápido movimiento de lo irremediable, pero era como si en esa sala de cine su reinado volviera a empezar.

No se puede decir mucho más. Gracias a Chavela y a Freddie por las lágrimas. Quién se iba a imaginar que uno necesitara tanto llorar.

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