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El fútbol es muchas cosas. Es identidad y es comunidad, es trabajo en equipo y es sacrificio, es historia, es tradición, es sudor, es cultura. Es arte.

Pero cada vez más es, sobre todo, negocio.

Los hinchas tratamos de ignorarlo, nos gusta creer que somos importantes para el club, que nuestras opiniones y nuestro amor por la camiseta cuentan, que somos algo más que clientes potenciales y el fútbol sigue siendo ese deporte del cual nos enamoramos en el potrero. Pero no lo es: el dinero y las corbatas se apoderaron de él, y por eso vemos exabruptos como una Supercopa de Francia jugada en China o la final de la copa Libertadores de América que van a jugar en la tierra de donde salieron los conquistadores. Por eso es posible que en Colombia se inventen un canal premium para poder ver al equipo que realmente amas.

Nadie debería pagar por ese canal, pero seguro muchos lo harán y se volverá una marca de estatus y una excusa para el arribismo. Los hinchas tenemos nuestra responsabilidad en la debacle. Tonterías como el "aguante", ese pretexto para el fanatismo y la vesania, han convertido a los aficionados en compradores compulsivos del producto fútbol, en fieles de una iglesia -Dios es redondo- que cada vez les pide más y les obliga a pagar para demostrar compromiso con el club.

Las mentiras tranquilizadoras están dejando de tener efecto. Los equipos son empresas y el fútbol profesional es un negocio dispuesto a exprimirnos hasta el último centavo.

Habría que volver al fútbol del barrio, pero parece ser demasiado tarde. Una cosa sí es cierta: tocará volver a leer sobre los partidos en lugar de verlos.


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