Las grandes verdades

La guerra colombiana -demasiado larga, demasiado sucia- nos ha dejado varias secuelas; entre ellas la crispación permanente, una mentalidad paranoica y conspirativa, la desconfianza entre nosotros y hacia las autoridades y, tal vez una de las peores, la incapacidad para la compasión, para la empatía.

La rabia vieja y agria que nos ha dejado la guerra nos ha hecho poner los discursos y las teorías sobre el dolor concreto, sobre las lágrimas, sobre la desgracia. Como autómatas iracundos nos lanzamos a condenar, a insultar, a perorar con la seguridad de quien no duda jamás de sí mismo, de quien está convencido de la perfección de su carácter y sus ideas. Como si fuéramos infalibles, como si estuviéramos más allá de las manipulaciones, de los engaños, de los errores de un carácter que ha desistido en el intento de entender a los demás.

No se había disipado el humo de la bomba en la Escuela de Cadetes de la Policía y ya los buitres habían acudido. Pronto se hicieron presentes las especulaciones irresponsables, las acusaciones sin fundamento, las conjeturas odiosas; pronto resonaron las voces mezquinas y ruines; pronto hablaron los profetas del ayer que se regodean con sus "se los dije" alimentados de la sangre y el dolor de los demás.

Demasiada gente tratando de ganar la discusión y olvidamos lo principal: esta noche hay más vidas truncadas, más familias destruidas, más desgarros incurables.

Muy poca cosa parecen las grandes verdades al lado de tantos muertos.

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