Ir a cine
Siempre que voy a una sala de cine pienso lo mismo: a pesar de los televisores grandes con pantalla plana y alta definición, sin importar Netflix, o los torrents, o los DVD de dos mil pesos, o las páginas de películas gratis que nunca puedo usar porque saltan docenas de avisos de virus que me hacen apagar el computador, tirarlo por la ventana y salir corriendo; a pesar de todo eso, nada se compara con ver una película en cine.
Aunque haya que soportar los chasquidos de rumiantes de los vecinos de silla, o los resplandores invasivos de los teléfonos que no son capaces de soltar ni un segundo, como si su vida dependiera de eso, siempre será mejor ver las películas en cine.
Ir a la sala aún conserva su aura de liturgia, de magia. En esa oscuridad devota de la luz del proyector sigue siendo verdad el lugar común: uno se olvida del mundo de afuera. Desaparece el ruido de la calle, la vista de la ciudad, su trajín amenazante: solo existe la historia que están contando en la pantalla. Y cuando la película es buena, cuando absorbe toda la atención, es como estar en un trance de un par de horas. Tanto que a veces, cuando se acaba la película, hay que guardar silencio unos minutos mientras uno asimila lo que acaba de ver.
A pesar de todo, el cine sigue viviendo en una sala oscura, en su templo natural.
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