Quasimodo


Fue una pequeña obsesión: cuando vi en cine El jorobado de Notre Dame, la adaptación de Disney de la novela de Victor Hugo, quedé fascinado con ese acróbata medieval de buen corazón que se encargaba de tocar las campanas de la catedral. Me dediqué a dibujarlo una y otra vez en un bloc de hojas blancas que era mi compañero fiel por esos días, donde cultivaba mi ahora extinta, como tantas otras ilusiones, afición por el dibujo copiando imágenes de los caballeros del zodiaco, Superman, Dragon Ball y otros más. Incluso, con mi hermano compramos un álbum de la película que llenamos en apenas una semana gracias a que un día hubo una larga fiesta en mi casa y mi papá, un tanto ebrio, nos regaló cinco mil pesos, toda una fortuna que nos sirvió para comprar muchos sobres de láminas y llenar el álbum.

Un tiempo después, alguna mañana en la que estábamos con mis papás en su cuarto, en televisión estaban dando una de las varias adaptaciones que se han hecho de Nuestra Señora de París. Tal vez era la protagonizada por Charles Laughton: recuerdo que era en blanco y negro. Y recuerdo que fue un golpe en el hígado: aún era un feliz habitante del mundo colorido y bondadoso pintado por Disney cuando vi a Quasimodo morir.

En momentos así es donde la niñez comienza a resquebrajarse.

De todas formas, esa historia siguió haciendo parte de mi todos estos años. Gracias a ella supe de la existencia de la catedral de Notre Dame, un lugar que he querido conocer desde entonces, como tantos otros de Europa, que es el destino de mis sueños, el viaje que siempre he querido hacer porque allí están muchos de los referentes artísticos, intelectuales e históricos que han nutrido mi vida.

El lunes, como tantas otras personas, sentí un vacío terrible el ver cómo se quemaba la catedral. Temí que el daño fuera aún peor. Como cuando el Estado Islámico destruyó Palmira, y Jaled Asaad dio su vida para defender la historia de la barbarie de los fanáticos, o cuando la invasión estadounidense, racista y ávida de petróleo, acabó a bombazos con el patrimonio histórico contenido en Bagdad, sufrí por lo que ya no vería, por todo lo que se había perdido, por esas voces del pasado que no se oirían nunca más.

La tristeza viene de mi formación como historiador, pero tengo claro que también sufro de la llamada "emoción patrimonial": me gustan los monumentos, los edificios viejos, las catedrales, las ruinas conservadas, los castillos. Aprecio la piedra que cuenta una larga historia.

De ahí el desconsuelo por Notre Dame. Como se ha repetido hasta la saciedad en estos días, no hay que ser católico para apreciar la belleza medieval de esa catedral, su importancia para todos nosotros como testigo de las alturas a las cuales puede llegar el ser humano, la maestría que puede alcanzar, lo sublime de su pelea perdida contra el tiempo y la impermanencia. Como dijo Jacques Le Goff, "la catedral es el monumento por excelencia de la larga duración, de las continuidades y los renacimientos. Lugar de memoria colectiva, pero sobre todo lugar de vida". O en palabras del propio Victor Hugo: "Lo repetimos, estas construcciones híbridas no son las menos interesantes para el anticuario, para el artista, para el historiador. Nos hacen sentir hasta qué punto la arquitectura es una cosa primitiva al demostrar, como también lo demuestran los vestigios ciclópeos, las pirámides de Egipto, las gigantescas pagodas de la India, que los mayores y más grandes productos de la arquitectura son menos obras individuales que obras sociales; más bien la creación de un pueblo que trabaja, que la chispa de un hombre genial; el sedimento que deja un país, la acumulación que forman los siglos, el residuo de las sucesivas evaporaciones de la sociedad humana; en una palabra, especies en formación".

Aún espero poder ver esa catedral que vi por primera vez en mi vida en una película de dibujos animados. Espero verla aunque esté herida por el fuego. Espero que sus campanas vuelvan a sonar como si Quasimodo viviera en sus campanarios.


Y la catedral no era sólo su compañía, era su universo, era toda su naturaleza. No soñaba con otros setos que los vitrales siempre en flor, con otras umbrías que las de los follajes de piedra que se abrían, llenos de pájaros, en la enramada de los capiteles sajones, otras montañas que las colosales torres de la iglesia, otro océano que París rumoreando a sus pies.

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