Salvación


Leí esta mañana, con no poca emoción, la columna que escribió la maravillosa Claudia Morales en El Espectador, titulada ¿Pueden los libros acariciar? La leí y pensé en mi propia relación con los libros, esos objetos insuperables, hermosos en su fragilidad pero con vocación de eternidad.

Pensé en el amor nacido en la infancia, en el primer libro que tuve y que aún conservo, una edición preciosa de los cuentos de Andersen que me regaló mi abuelo cuando aprendí a leer. Pensé en los libros de Tintín que devoré con pasión infantil en la biblioteca del colegio, en la llegada de Poe y luego de Gabo a mi vida.

Al pensar en los libros volví a la adolescencia, a esa tristeza honda que va y viene desde entonces, pero nunca me deja del todo, y que dejó un poco sepultado a ese niño regordete al que su mamá le alquilaba películas chistosas porque le encantaba oírlo reír. Recordé cómo los libros se convirtieron en un refugio de la agresión del mundo, cómo la lectura de El péndulo de Foucault, El túnel, y mi obsesión con El señor de los anillos me distrajeron de la angustia y del deseo de rendirme.

Veo ahora los libros que cada vez ocupan más espacios y amenazan con sacarme de la casa, porque sigo comprándolos con el extraño optimismo de quien cree que podrá leerlos todos alguna vez; porque, como Canetti, no lamento esas orgías de libros y seguir comprándolos es parte de mi necedad de luchar contra la muerte; porque entre todos los libros a mi alrededor puedo elegir uno en cualquier momento, y así tengo en mis manos el transcurso de la vida.

¿Pueden los libros acariciar? Los libros pueden más que eso: pueden salvar la vida y rescatar del infierno.

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