Un muchacho y su bicicleta

Egan se escapa, y se va, y corona el Iseran y yo pienso que todo empieza con un muchacho y su bicicleta.

Un muchacho que pedalea en esa Zipaquirá que ya tuvo a un héroe ciclista, Efraín "El Zipa" Forero, primer campeón de una Vuelta a Colombia que se puso el objetivo de unir a un país que aun hoy se resiste a hacerlo y se agrieta por las mentiras y la violencia. Las proezas del Zipa aún resuenan allí como un aliciente, como una llamada.

Un muchacho pedaleando en la altura, en las montañas que lo acercan al cielo mientras piensa en los grandes que lo han precedido, en sus propios deseos de ganar. Y entrena, entrena, entrena, se esfuerza al límite, y como un Ícaro prudente sigue acercándose al sol intuyendo que sus alas no fallarán esta vez.

Ese muchacho se hace profesional y comienza a dejar con la boca abierta a los expertos, a descrestar a los técnicos y a los colegas capaces de reconocer lo extraordinario, los prodigios sobre dos ruedas, las piernas que contienen las posibilidades de la gloria. Entonces las posibilidades se hacen realidad y ese muchacho se vuelve un gregario de lujo para Thomas y para Froome en su primer Tour de Francia, y se ve a sí mismo en la cima de varios podios. Con seguridad y humildad empieza a erigir su leyenda.

No sabemos si el destino existe, pero parece querer robarle la victoria cuando lo deja fuera de un Giro de Italia donde era favorito. La clavícula rota parece un mal presagio, una advertencia para no seguir subiendo, para no acercarse al sol. Qué va. No pasa mucho tiempo antes de que el muchacho esté de nuevo sobre su bicicleta.

Su regreso al Tour de Francia viene envuelto en un aura distinta, en un rumor que augura resultados extraordinarios. Trata de ignorarlo todo, de no desconcentrarse. Pero sabe que no es descabellado pensar en la victoria. Tal vez su nombre guarda un destino; quizá el destino sí existe y lo quiere allí.

Y cuando se acerca el final de la carrera, la conclusión de tres semanas de nervios vivos y fructífero sufrimiento, Egan se escapa, y se va, y corona el Iseran. El clima enloquecido obliga a terminar la etapa. De pronto se ve a sí mismo vestido de amarillo, el color que todo ciclista anhela vestir. El color del sol. Apenas lo puede creer. El estupor, la alegría, los sueños, el amor se juntan en un tumulto triunfo difícil de asimilar. "Tengo ganas de llorar" dice el muchacho de 22 años que está a punto de ganar la carrera más importante del ciclismo profesional.

¿Cómo será la expectación de la victoria? ¿Cuál será la sensación cuando uno está a punto de ganar, ganar de verdad? No podemos responder desde nuestras rutinas ajenas a la gloria. Quizás por eso tragamos lágrimas de alegría en nuestras oficinas mientras los deportistas logran sus hazañas: pensamos en lo que no pudo ser, nos alegramos por quienes pudieron alcanzar esas cimas inaccesibles para nosotros. 

Por eso lloramos cuando, al día siguiente, hoy, el muchacho y su bicicleta llegan a la meta, los brazos levantados, la sonrisa. Los gritos, los abrazos, las felicitaciones. El orgullo.

"Mierda, ahora puedo decir que creo que he ganado el Tour de Francia", dice Egan.

Que el cielo es el límite parece más que nunca un lugar común. ¿Cómo puede ser ese el límite para alguien que pedalea desde siempre en las alturas?

Crédito: John Paz

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