Al alcance de la mano
Un par de años atrás, por esta misma época, leí un breve y hermoso libro de Rafael Argullol titulado Pasión del dios que quiso ser hombre. Recuperé un aparte del libro, no por la memoria o la erudición que desearía tener, sino por un recuerdo de Facebook (sí, yo soy el tipo jarto que pone en sus estados citas de los libros leídos). Escribe Argullol: "Nuestra relación con lo sagrado es demasiado profunda como para ser entregada al abrazo de una religión".
En esta época de peste y zozobra he pensado con insistencia en la religión, en lo espiritual, en lo sagrado. En el refugio que encuentran los creyentes en su fe ahora que hemos perdido de alguna manera la tierra firme. En cómo, aunque no practico religión alguna, pienso a menudo en Dios, en el Dios de Spinoza y Einstein, en la idea poética de Dios, en lo que Dios significa para mí.
Comprendo a quienes se han aferrado a su fe en un momento así. Entiendo el desamparo y el deseo de buscar una respuesta y una solución, o por lo menos un bálsamo, en el Dios de los caminos extraños. Puedo sentir su conmoción ante la imagen poderosa de un papa orando en una plaza acostumbrada a las multitudes, ahora lluviosa y vacía y a la espera de un milagro.
Cuando he entrado a grandes catedrales o cuando leo los poemas de santa Teresa de Jesús, siento nostalgia de la fe. Porque nunca dejé de creer del todo en Dios, pero huí pronto de los cultos organizados, de la iglesia corrupta y pederasta, de los pastores embaucadores y codiciosos. Ahora, en medio del aislamiento impuesto por la pandemia, me siento aún más asqueado por todos esos sacerdotes de diversos credos y lenguas que usan al coronavirus para escupir su odio, para hablar de castigos divinos por no obedecer sus dobles morales, para llenar aún más sus bolsillos y preservar la obscenidad de sus lujos gracias a la angustia de los fieles, condicionando la buena ventura, la salvación y el consuelo a una transferencia electrónica.
Como hace tiempo que los mercaderes compraron el templo, prefiero buscar a Dios en otros lugares. En Bach, por ejemplo: una sola de sus piezas tiene más Dios en ella que todas las biblias juntas. En la respiración profunda y pausada capaz de calmarme, concentrarme y acercarme a la realidad. En la paciencia y el convencimiento de que es mejor no exigirle nada al futuro. En la reflexión sobre ciertas lecturas.
Vuelvo entonces a Argullol. Recuerdo la lectura de Pasión del dios que quiso ser hombre como algo conmovedor. Recuerdo esa narración sutil y luminosa de la vida de Jesús a partir de obras de arte que han representado distintos episodios de esa vida. Recuerdo que gracias a ese libro conocí una pintura de Iván Kramskói llamada Cristo en el desierto que me impresionó profundamente. Recuerdo que deseé poder viajar a Moscú para verla (¿será eso posible en el mundo después del coronavirus?). Recuerdo el epílogo donde Rafael Argullol habla del libro, de la pintura y de Jesús, y recuerdo esa leve epifanía de encontrar tus propias ideas articuladas y expresadas por alguien más inteligente y capaz para la belleza.
Esas ideas tienen que ver con la fascinación que puede ejercer la figura de Jesús incluso si uno no es creyente. Con el valor de esa historia. No sé si Jesús existió en realidad, pero esa vida con más trazas de literatura que de historia le habla a algo dentro de mí, a una búsqueda incesante en mi existencia. En parte debe ser un rezago de la crianza católica, pero a estas alturas ha rebasado esa explicación. Ya no puedo creer en la historia del zombie milagroso hijo de Dios, en los pecados redimidos por la tortura en la cruz, mucho menos en la posibilidad de una madre virgen. Pero encuentro en las palabras de Jesús, en las representaciones artísticas de su vida y de su muerte, una fuente de meditación, de estremecimiento.
Encuentro más valor en ese Jesús humano, ese Jesús capaz de enfrentarse a la injusticia de un imperio invasor; ese Jesús dispuesto a cuestionar y contradecir las ideas, las morales retrógradas que no buscan consolar y liberar, sino oscurecer y oprimir; ese Jesús que predica el amor y la compasión como los caminos para corregir el mundo, la entrega a los demás como forma de darnos sentido, de mermar el dolor; ese Jesús capaz de amar a una mujer y encontrar también a Dios en ese amor concreto.
Creo que la historia de Jesús, sus mensajes y acciones, bien pueden ser una expresión de la labor de Dios, pero Jesús no es Dios. Dios debe ser otra cosa. Tal vez esa armonía de las leyes universales propuesta por Spinoza. Quizás sí es un ser sobrenatural con la capacidad de intervenir la realidad, moldearla, cambiarla. Una parte de mí lo cree así, otra se rebela. Una parte cree que Dios lo ayuda y lo lleva hacia un gran destino. Otra piensa si no será inmoral creer que uno está destinado a ser salvado cuando allá afuera el mundo sigue lleno de sufrimiento, de gente buena afligida por las peores desgracias.
Las labores del espíritu son consuelo personal en estos momentos de inquietud y desasosiego. Sin embargo, deben transformarse en algo más. Porque si Dios existe, aparece cuando una persona cuida de otra, cuando hace lo necesario para no dañar a otros. Dios está en la compasión, en la consideración del sufrimiento de los demás.
Hace un tiempo leí un artículo sobre unos curas españoles dedicados a atender a la gente más necesitada en la periferia de Madrid, barrios llenos de gente pobre, inmigrantes y otros olvidados por una sociedad dispuesta a confundir la caridad con la justicia. Unos curas más bien descreídos, pero dedicados a hacer realidad las palabras del Evangelio, a encarnarlas, a redimir a quienes han sido apartados y rechazados por los poderes del mundo, poderes contentos de nombrarse a sí mismos como adalides de la empatía, del filantropismo. Del simulacro útil para la exención de impuestos.
En el trabajo de gente como esos curas es donde yo veo a Dios.
El silencio de Dios puede ser abrumador, sobre todo en momentos como este. Pero si hay forma humana de construir el cacareado Reino de Dios sin esperar a sus respuestas claras y definitivas, está en ese empecinamiento por la dignidad. Porque a lo mejor Dios no existe, pero está al alcance de la mano.
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