Evitar el cuándo




Poder irme de la casa fue un evento tan extraordinario, que pude trastearme un 29 de febrero.

Tras años de fracaso y miedo me iba por fin a vivir solo. La nueva vida era pura emoción, comienzo, planes: cuál mueble comprar, dónde ponerlo, la lavadora, la nevera, los chécheres de la cocina, mandar a hacer la biblioteca y comprar un sillón para leer junto a la ventana. Aprender a cocinar algo que no sea instantáneo.

Pero me trasteé el 29 de febrero del 2020. El año del coronavirus.

El hombre planea y Dios ríe. La pausa aterrada del mundo vino a reemplazar la expectativa de la independencia. Tardará en llegar, quién sabe cuánto tiempo, el sillón para leer; los libros seguirán en cajas; no habrá una sala para invitar amigos y beber hasta la mañana. Queda un piso casi desierto que es necesario trapear con desinfectante para que el maldito bicho no se instale antes que la vida pensada para ocupar este hogar.

Ciertas cosas se detuvieron, pero otras se aceleraron. Si antes contaba con tiempo para aprender a cocinar, de pronto mi inutilidad pasmosa se vio enfrentada a la necesidad de abastecerme para poder comer durante la cuarentena. Escoger bien las frutas y los vegetales, ciencia arcana que no aprendí cuando era debido. Improvisar tres veces al día con alimentos fáciles de preparar, filetes de pescado listos para la sartén, latas de atún, los embutidos poco saludables pero salvadores, pechuga de pollo deshuesada para abrir y porcionar con la ayuda de YouTube. Nada refinado, nada abundante. El nacimiento de pequeñas alegrías: pelar bien una fruta y poderla comer porque no está dañada. Pero ¿quién se iba a imaginar que un aguacate duro fuera tan grande derrota?

Es curioso: hace tiempo no me sentía apegado a la vida. Como el Eclesiastés, creo que es mejor el día de la muerte que el día del nacimiento. Sin embargo, haber vislumbrado esa vida nueva me hace dudar.

Aunque estoy más bien tranquilo, entre el trabajo y la avalancha de noticias y análisis coyunturales se cuelan a veces los pensamientos insidiosos. Me da miedo que la última vez que vi a mi familia o a mis amigos de verdad haya sido la última. Los estantes vacíos me hacen temer que los amagos de solidaridad de este pueblo abrumado se extingan raudos. El sálvese quien pueda no parece lejano.

Me defiendo a punta de llamadas telefónicas y mensajes, aunque sentir miedo o preocupación al otro lado de la línea me rompa. Me defiendo con música y con películas. Leo el Diario del año de la peste. No es mucho lo que hemos cambiado.

Al final del día es mejor no pensar demasiado en el futuro. Evitar el cuándo. Como tantas filosofías nos han insistido, lo único que existe, el lugar donde debemos estar, es el presente. Un presente dudoso, desvanecido, incierto, hecho de pura zozobra, pero único escenario donde podemos actuar. Realmente no sabemos nada del mundo por venir. En el silencio de las calles vacías, el mañana está en suspenso.

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