Su Aérea Majestad

Eran los noventa. Como la mayoría de los niños colombianos, mi primer amor deportivo fue el fútbol.  Celebré las tres clasificaciones consecutivas al mundial. El día del partido contra Alemania en Italia 90 estábamos en Cali visitando a un tío. Era día de piscina, una piscina donde casi me ahogo, y cuando Freddy Rincón metió el gol los adultos enloquecieron de alegría y el aguardiente comenzó a fluir, así como fluyó la tarde de los cinco goles contra Argentina en el Monumental. Lloré la muerte de Andrés Escobar. Creí ser hincha de una de las grandes selecciones del mundo y aterricé en el 2002. Estuve en escuela, jugué cuanto pude, llegué a estar en el equipo del colegio. Pasé (¿desperdicié?) buena parte de mi vida viendo fútbol, hablando de fútbol, escribiendo sobre fútbol.

Pero eran los noventa. Eran los años de los Bulls de Chicago. Era el tiempo de Michael Jordan.

Yo era muy bajito. Siempre el primero o el segundo en la fila por orden de estatura de mi salón. Solo fue hasta décimo, a los quince años, que me estiré y alcancé más o menos la estatura que tengo ahora, no demasiada pero la suficiente para sostenerme del tubo de arriba en el transporte público sin salir volando en las frenadas. No tenía sentido que semejante enano jugara baloncesto. Hacer llegar el balón al aro era toda una proeza, un lanzamiento con los brazos saliendo bien atrás del hombro derecho y con toda la fuerza existente en tan mínimo cuerpo. Pero me encantaba. Lanzar ese balón, y encestarlo, era un gran objetivo de la vida.

Tenía un álbum de láminas autoadhesivas de la NBA que miraba todos los días, página por página, mientras lo llenaba; podía recitar de memoria las plantillas de los equipos. Compraba unos sobres con tarjetas coleccionables, las típicas tarjetas gringas con la foto de los jugadores y sus estadísticas (aún conservo una de Jordan). Seguramente jodí tanto que mi papá decidió regalarme un balón, un Golty que escogí en lugar del que en ese tiempo regalaban en KFC en alguna promoción, una balón con la huella de Shaquille O'Neal impresa, una huella donde mi manito cabía varias veces. Jugaba con mi hermana y su novio de entonces, muy altos, y con mi hermano, más bajo que yo. Jugaba con mis compañeros del colegio en el descanso, intentaba emular las jugadas inverosímiles de los profesionales con resultados más cercanos al humor que a la épica. A menudo me torcía los dedos, que se me ponían morados como ínfimas morcillas y mi abuela me los sobaba mientras yo aguantaba como podía el dolor.

Jordan era mi ídolo y por extensión, los Bulls mi equipo. Tengo grabados en la memoria los toros pintados en la duela del United Center, el mismo toro bordado en mi gorra sin las ocho costuras de la visera y las no sé cuántas marquillas que la certificaban como producto original, el mismo toro que, se decía, visto al revés era un sacerdote satánico oficiando su misa negra. Por esos años publicaban una revista para niños, la revista Boom, que en una de sus ediciones, tal vez la primera, puso en la portada a Jordan; no sé a cuántos tenderos importuné, cuánto me hice odiar de mis papás, pero no descansé hasta conseguirla. Space Jam se estrenó entonces y los niños delirábamos viendo a los Looney Tunes jugando con Su Aérea Majestad contra los Monstars. Salieron mil y un productos de la película, incluyendo unas figuritas plegables de cartón con los personajes de Warner Brothers que venían en las cajas de cereal. Yo tuve una: la de Taz. La saqué de una caja de Zucaritas en un supermercado. Robar es malo.

Los pocos partidos transmitidos por televisión los veía narrados por Carol Rumié en el canal 11. No tenía los varios ESPN, hoy vacíos, nostálgicos e inútiles a causa de la pandemia. Allí veía a Michael Jordan, a Scottie Pippen, a Dennis Rodman, a Toni Kukoc, a Steve Kerr. De los tres primeros campeonatos de los Bulls no tengo mayor recuerdo. Era muy niño y muy futbolero. Pero el segundo triplete lo recuerdo mejor, sobre todo las finales contra los Jazz de Utah con John Stockton y Karl Malone, "El Cartero". Recuerdo esas series extenuantes en el borde de la silla deseando la victoria de los Bulls. Recuerdo la cesta de Jordan para sellar el campeonato del 98. El último lanzamiento del último baile.


El documental de ESPN y Netflix me hizo sentir de nuevo como ese niño emocionado frente al televisor celebrando el triunfo de los Bulls. Pero también me hizo pensar en los ídolos, en la competencia, en la idea de éxito, en las motivaciones y la presión para ganar. Pensé en mi propia tendencia a ser competitivo, un rasgo de personalidad que he intentado combatir por años, a medias para ser mejor persona, a medias porque perder es lo que he hecho la mayor parte de mi vida adulta. A la vista de todo lo que logró Jordan, una bestia competitiva capaz de anotar 38 puntos en un partido luego de una intoxicación con una pizza, quién sabe si fue una decisión correcta.

Comprobé que sigo admirando a Michael Jordan con la misma intensidad, con todo y las sombras de su personalidad. Tirano amado por quienes vieron la gloria gracias a él, admirado a regañadientes por quienes lo padecieron como adversario, Jordan es un héroe deportivo de una era distinta, improbable en una época donde se exige a los deportistas ser buenos en su disciplina, pero también ser ejemplares como personas, santos sudorosos sin deslices ni errores. Juan Villoro habló de Maradona como un personaje de novela: la fascinación con él reside precisamente en su condición de ángel caído, en su complejidad desconcertante. Jordan es un héroe griego, un hombre al que sus falencias muy humanas no le roban la capacidad de conversar cada día con lo extraordinario.

Concentrado en erigir su reinado absoluto sobre las canchas de baloncesto, y en obtener todo el beneficio económico posible, no supo, no quiso ser un campeón político: los republicanos también compran zapatillas. Lo suyo era ser el mejor. Derrotarlos a todos. Larry Bird y Magic Johnson rescataron una liga que se hundía en la irrelevancia. Jordan, obsesionado con superarlos, llevó el juego a nuevos niveles y a lugares insospechados. La NBA actual es la casa que Jordan construyó.

Monarca dispuesto a destruir a quien osara disputar su lugar en la cima, el atleta sobrehumano, el semidiós bravucón aparentemente sin emociones distintas a la ira, podía quebrarse justo en el momento más glorioso, al ganar su primer campeonato con los Bulls y llorar de pura alegría, o al ganar el cuarto en el 96 sin su padre asesinado y caer en el suelo derrumbado por el llanto.

Kipling escribió del triunfo y el fracaso como dos impostores que deben ser tratados de la misma manera. Quizás Jordan lo logró: fue mucho lo que perdió para llegar a ganar. Lo más probable, sin embargo, es que su odio a la derrota lo llevara a la victoria: los seis campeonatos, la medalla olímpica de oro en el 92, los millones de dólares, el lugar en la historia.

La vida de Jordan bien puede ser símbolo y estandarte de una sociedad trágicamente obsesionada con el éxito, una manía destructiva y agobiante que subyuga a la humanidad. Aún así no puedo detestarlo. Aún así me emociono con sus palabras sobre el precio de la victoria y del liderazgo y los sacrificios necesarios para ganar. Con su certeza de que todo comenzó con la esperanza. Claramente no he olvidado del todo la necesidad de victoria. No es fácil librarse de esa hambre infinita y desesperante.

Por lo pronto repito los capítulos de El último baile. Veo jugadas resucitadas gracias a la omnipotencia de internet. Me refugio en el entusiasmo infantil de haber visto jugar a Michael Jordan.

Todavía la tengo

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