Un príncipe a mi modo


A mí se me olvida prácticamente todo lo que leo. Es vergonzosa la rapidez con la que olvido tramas, personajes, hechos, ideas, finales. Suelo recordar si un libro me gustó o no, uno que otro detalle, pero casi todo se esfuma.

El gatopardo parece ser una leve excepción. No porque la recuerde toda: porque la he olvidado menos. Recuerdo el calor luminoso del verano siciliano en el Risorgimiento. Recuerdo las estancias cargadas de añoranza del palacio de Donnafugata. Recuerdo haber sentido la melancolía del príncipe Fabrizio de Salina ante su mundo que se acaba, a la manera de T.S. Eliot, no con un estallido sino con un gemido. Recuerdo un leve temblor de simpatía ante la lucidez aristocrática del príncipe, acentuado al pensar en la chabacanería y la orgullosa ignorancia que despliegan nuestras clases dominantes 'democráticas'. Recuerdo la archiconocida frase que Tancredi le suelta a su tío horrorizado por la manera fraternal con la que se acerca a los advenedizos, a los nuevos ricos que ahora tienen la sartén por el mango, la nueva sal de la tierra, los dueños del nuevo mundo que vienen a sepultar el viejo. Recuerdo la inteligencia de ese sobrino que ha leído perfectamente el devenir de su tiempo y ha entendido que para mantenerse en la cúspide de la jerarquía debe unirse al cambio para que nada cambie demasiado.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa escribió una maravilla.

El año pasado Anagrama publicó una nueva edición de la novela, revisada por Gioacchino Lanza Tomasi, el hijo adoptivo del autor. La guardo junto a mi vieja edición de tapas verdes de Oveja Negra. Espero poder releerla si algún día termina esta ordalía sin amigos, sin familia, sin bares, sin cines, sin vida, donde solo se puede trabajar, trabajar y trabajar.

De Tomasi tengo otro libro: Viaje por Europa. Es un libro de cartas que envió entre 1925 y 1930 mientras recorría Europa, especialmente su amada Inglaterra. Mi ñoñez irredenta me llevó a comprarlo cuando me disponía a cumplir mi propio sueño de viajar a Europa, un sueño que cumplí en octubre del 2009, al filo ignorado de la pandemia, y que se ve más bello ahora en la incertidumbre del encierro.

Comencé a leerlo una madrugada mientras veía el amanecer por la ventana del tren de alta velocidad que me llevaba de Madrid a Barcelona. Seguí leyéndolo en los vuelos que me llevaron a Roma, a Viena, a París. Lo terminé en el vuelo que me trajo de vuelta a Bogotá.

Otra vez sentí una simpatía envidiosa y vergonzante por la aristocracia, aunque esta vez se atenuó por las palabras elogiosas de Tomasi hacia Mussolini y el fascismo. 

¿Por qué esa fascinación con la aristocracia? Es envidia del ocio, sin ninguna duda, pero también de la posibilidad de ser criado en varios idiomas, en música, en pintura, en literatura, en viajes. Es una fascinación que sentí también frente al Hofburg, en la catedral de San Esteban mientras afinaban el órgano y depositaba una moneda en la oscuridad para que ese órgano centenario siguiera vivo, en el Café Central ante los retratos del emperador Francisco José y la emperatriz Isabel de Austria. En las calles de Viena busqué el mundo de ayer que idealizó Stefan Zweig, la Mitteleuropa que acogió a tantos artistas, tantos científicos, tantas mentes privilegiadas. En las calles de Viena sentí una nostalgia imposible de un tiempo que no viví, una nostalgia que aprendí en las obras de Joseph Roth, a quien me une la admiración por obras formidables como La marcha Radetzky y La leyenda del santo bebedor, un incómodo desasosiego y ciertas coincidencias etílicas.

Ojalá pueda volver a Viena. Así lo deseé cuando la deje atrás en el tren con destino a Praga y cuando leí en abril, ya confinado, La liebre con ojos de ámbar, donde el ceramista Edmund de Waal cuenta la historia de su familia. El libro ya va en camino al olvido, pero no sin haberme dejado a Charles Ephrussi, antepasado del autor que soñó con dedicarse a los libros y la historia pero tuvo que hacerse cargo del banco de su familia.

La mente da extraños vuelcos en el año de la peste.


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