El abuelo de Antonia


Hay deudas perpetuas, impagables. Una de esas la tengo con los libros de Alfredo Molano. No los he leído todos: soy un experto en nada. Pero gracias a los que pude leer encontré un país ignoto para mí, un joven urbano protegido de tantas desgracias, que las veía a lo lejos como vio Molano el resplandor de las llamas del 9 de Abril. Un país borrado de los noticieros de televisión, generalmente comprometidos con un solo lado de la historia, el lado que conviene a los grandes señores de la tierra, a los dueños del mundo, a los tecnócratas de todas las horas que hablan de la "Colombia profunda" para referirse a cualquier lugar donde deban usar repelente de insectos y no tengan señal en el teléfono para subir a Instagram las fotos del paseo, esos que hablan de los "vulnerables" con voz engolada para convencerse a sí mismos de su preocupación y su caridad, y creen poder comprimir la realidad en una matriz DOFA o una tabla de Excel.

Con Cartas a Antonia recordé esa deuda, la de conocer la historia desde donde duele, donde se sufre. La historia de los campesinos despojados, los negros desplazados, los indígenas ignorados. De sus cadáveres en fosas comunes, en hornos crematorios, en cunetas, en ríos. De sus vidas negadas para cimentar la narrativa del progreso y alimentar la indolencia. Pero también de su lucha, de su dignidad admirable, de su valentía portentosa. Gente que no se ha rendido aunque tiene fuerzas poderosas, avaras y crueles en su contra. 

Es la historia de un país que Alfredo Molano quiso mostrarle a su nieta Antonia andándolo, escuchando a la gente, viendo los páramos, los ríos, las montañas, las playas y los llanos donde todo sucede, donde se dan el amor y la tragedia, el horror y la alegría, los sueños y las pesadillas, el pasado y el mañana. Donde el progreso, diría Benjamin, arrastra como un huracán al ángel de la historia, el ángel con los ojos fijos en las ruinas del pasado, donde todo documento de la cultura es un documento de la barbarie.

Es el país que Molano recorrió y conoció como muy pocos. Para mí, desubicado irredento que se para en la noche al baño y no es capaz de regresar a la cama, es impresionante ver la exactitud de los recuerdos de Molano sobre caminos y trochas y ríos y pueblos y veredas. En todos escuchó, en todos escribió, y así nos dejó esa obra que se opone a la frialdad y al olvido.

Le debemos mucho a nuestros abuelos. Como dice Oscar Matzerath en El tambor de hojalata, nadie debería escribir su vida sin haber tenido la paciencia, antes de fechar su propia existencia, de recordar por lo menos a la mitad de sus abuelos.

Mientras leía, no pude evitar pensar en mi abuelo, en sus historias, en sus manos gruesas y fuertes, capaces de hacer tantas cosas. Me acordé de cuando me contaba de su servicio militar y cómo el día que iba a salir los volvieron a acuartelar porque habían matado a Guadalupe Salcedo.

Lo que le habría podido contar mi abuelo al abuelo de Antonia.

Mi abuelo que hoy cumple once años de muerto.

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