El año de la peste

No imaginé que iba a pasar el año de la peste buscando a Dios.

No sé si el mismo Dios de mi infancia, del que traté de huir en mi adolescencia sin lograrlo nunca del todo, como si una parte de mi se aferrara a esa tabla de salvación, una parte convencida de su suerte y de su destino. El Dios que a veces encuentro en los poemas de Teresa de Ávila y que, como las grandes catedrales, me abruman con la nostalgia de la fe. El Dios de Tomás Moro al cual le pido el sentido del humor.

Ciertamente no es el dios de las artimañas electorales y los milagros convenientes al discurso, de la grandilocuencia haciendo eco entre las lápidas. El dios de quienes condenan un cacho de marihuana pero adoran a pastores evasores de impuestos, mientras votan contra un proceso de paz porque tiene "ideología de género" y odian con palabras de amor a los homosexuales, a las feministas, a los ateos. No es el dios ávido de diezmos reinventándose para recibirlos por canales electrónicos, ni el de los curas que condenan el aborto mientras tienen fantasías sexuales con niños, ni el de argumentos delirantes y ridículos como el del feto ingeniero o de las vacunas como invento del demonio. Un dios mezquino, pequeño, odioso, militante, tribal, usado como membresía de un club excluyente, como póliza de seguro, como escudo para las bajezas y justificación para la inquina, la discriminación, la hijueputez. Un arma arrojadiza para aniquilar a quienes se desvían de ciertas reglas y costumbres muy útiles para mantener todo en su lugar y posponer la justicia para después de la muerte.

Sí es un Dios para la serenidad, contra la desolación, la ansiedad, la depresión, el desasosiego, la taquicardia de este fin del mundo agotador hecho de pantallas irritantes, reuniones estériles, mensajes sin tregua y llamadas con gritos al otro lado que te convencen de ser un idiota incapaz. Un fin del mundo lejos de la familia y de los amigos, sin abrazos reconfortantes, sin la posibilidad de ir a un bar a deshacerse del estrés, de hablar por horas y reírse sin la intermediación de una pantalla. 

Un Dios que tiene su templo en cada corazón humano. Que no da soluciones mágicas y milagros, pero nos da las herramientas para entender el sufrimiento y remediarlo. Un Dios de amor, no de amok; de compasión con los demás y con nosotros mismos; de acciones y pensamientos con efecto sobre la realidad en el ahora. Un Dios para salir de la agonía de los días productivos pero inertes que ahogan el alma. Un Dios sin atajos. Un Dios poco preocupado por si existe o no, enfocado en las prácticas capaces de borrar aunque sea un poco del dolor del mundo. Un Dios de cada momento, presente en la respiración, en los pequeños actos de bondad, en la luz del sol que entra por la ventana un domingo en la tarde, alejando la tristeza y el miedo. En la sensación cálida, hermosa y sanadora al pensar en los míos, en su amor capaz de sostener en la distancia, en cuánto los necesito, en el anhelo porque tengan vidas plenas, libres de todo mal. En la posibilidad de comer un plato predilecto, pagar las cuentas y tener un techo. En las canciones y los poemas y los libros capaces de salvar una vida.

Un Dios que voy encontrando sentado en silencio.

Las ganas de rendirse siguen ahí, ciertas desdichas y pesares que esperan, acechan. Pero veo salidas a la angustia, cede la desmotivación, habito momentos de plenitud y tranquilidad con el poder de agrietar la aflicción. Encuentro un poco de paz. Siento una luz empujando desde adentro la oscuridad que me rodea.

No es poco en este año de la peste.



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