Juguetes rotos

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Es asombrosa la frecuencia con la que veo a alguien llorar en el bus. También cuando camino por la calle. En la mañana para ir al trabajo y en la tarde al volver a casa. Corazones desolados por el amor o por la muerte. Personas solitarias con un llamado de auxilio dibujado en los ojos. Espíritus quebrados sacando fuerza de donde pueden.
 
Shinobinaku, pienso.
 
Derramar lágrimas en silencio. Eso significa shinobinaku en japonés. Es lo que hacen esas personas desamparadas y tristes; tratan de aguantar lo más posible y lloran sin escándalo cuando ya no pueden más. Avanzan por la acera con sus lágrimas; van solas en un bus atestado de gente. Nadie les va ayudar: ni el estudiante desentendido, ni la oficinista adormilada, ni mucho menos el hombre sentado en una silla preferencial con la Biblia en el regazo, que lee y subraya con tinta fucsia, y no se para para darle el puesto a la anciana que se sube en la siguiente parada.
 
Junto al hombre que subraya letras muertas hay una mujer como de mi edad. Ya le he visto antes: es una de esas caras que uno empieza a reconocer porque lleva una rutina similar; coge el mismo bus que yo y probablemente se levanta a la misma hora. Ella sí se pone de pie y le cede el asiento a la vieja. La señora agradece y se sienta, le dice que le pase el bolso para ayudarle. La mujer se lo entrega y sonríe dando las gracias. Noto que es una sonrisa hecha solo con la boca y no con los ojos.
 
Las calles se llenan de gente movida por la inercia de los días, por las obligaciones y las responsabilidades, mientras el alma se les escurre por los ojos. Gente marchita, oficinistas grises, frustraciones ambulantes. Personas que han aprendido bien a fingir la felicidad y se esfuerzan por no llamarla resignación. Los veo mientras de los audífonos me llega la voz de David Gilmour cantándole a su amigo Syd Barrett, preguntándole si han logrado que cambie a sus héroes por fantasmas y un papel insignificante en la guerra por el papel principal en una jaula.
 
¿Cuántos de ellos cambiaron sus esperanzas, sus destinos anhelados, por algo que no los hace felices? ¿Cuántos renunciaron a todo para poder pagar por una vida pequeña e insatisfactoria? ¿Cuántos hacen de cuenta que todo está bien mientras están enfermos, o tristes, o inquietos, o incompletos?
 
¿No soy yo igual a ellos?
 
***
 
Todos esperamos a que el semáforo cambie para poder cruzar al otro lado. Me fijo en la gente que aguarda conmigo y pienso en cuántos de ellos se sienten así, si tendrán ganas de llorar. La mayoría parece tener todo bajo control y estar bien. Parecen estar ajustados, ser adecuados para el mundo como es. Saben competir en la carrera de ratas.
 
Los espíritus rotos o a punto de romperse envidian esa habilidad. No pudieron con las reglas de la competencia y la vida no salió como debía. Bailarinas que deben vender paquetes vacacionales; músicos atrapados en un call center; abogados vendedores de celulares; ingenieros que hacen trasteos. Hombres y mujeres decepcionados que se esfuerzan por seguir, agotados, esperanzados en que de algún modo las cosas se van a arreglar. Algunos no se rinden porque se han aferrado a los discursos que les han vendido, las fórmulas preconcebidas sobre un destino basado en el pensamiento positivo, en los mantras inocuos para repetir día a día, palabras sin poder incapaces de cambiar la realidad.
 
Pensar que eres millonario no pone dinero en el banco. Decir que eres feliz no te dibuja una sonrisa en la cara.
 
A lo mejor Dios está mirando para otro lado.
 
Huérfanos en la inmensidad del mundo, van apoyados en la ilusión mientras la tristeza les abre un hueco en las entrañas. Le hacen buena cara a la vida mientras pueden. Pero no siempre se puede. Y lloran, como si las lágrimas fueran el testamento de los sueños aniquilados.
 
“¡Hoy me ha visto usted llorar, no por flaqueza de ánimo, que bastante rencor le tengo a la vida; lloré por mis aspiraciones engañadas, por mis ensueños desvanecidos, por lo que no fui, por lo que ya no seré jamás!”.
 
***
 
En la multitud está la mujer del bus. Compartimos acera por unas cuantas cuadras. Va concentrada en la música de sus audífonos. A veces mueve los labios; canta en silencio. La elegancia de su atuendo y del taconeo cadencioso llama la atención. Pero me impresiona más la elocuencia de sus ojos, que trasmiten con claridad la terrible soledad que rodea a esa mujer que parece ser tan amable, tan gentil. Su fragilidad no se ve en la forma de caminar o de hablar, ni en su aspecto, sino en esa mirada abatida, una queda llamada de auxilio perdida en el ruido y la prisa. No le digo nada y la veo girar hacia la derecha mientras sigo mi camino.
 
¿La volveré a ver?
 
***
 
En la oficina, en la fila para comprar un café, en el bar, hay miradas domadas en jaulas de oro. Son aquellos que el mundo llama “exitosos”, los ajustados, los ganadores. Ven con lástima a los que lloran, a los débiles que no pueden con la competencia. Repiten como loros los discursos motivacionales, se ven a sí mismos como ejemplos a seguir, no entienden la tristeza de quienes lloran.
 
Le doy un sorbo largo a la cerveza y me imagino que estoy emborrachándome con Bukowski. Lo oigo repetir un diálogo de uno de sus cuentos.
 
-          ¿no hay gente feliz?
-          hay mucha gente que finge ser feliz 
-          ¿por qué?
-          porque están avergonzados y no tienen el valor de admitirlo.
 
Quién sabe. De pronto sí son felices de verdad. A lo mejor saben algo que los demás no sabemos. O tal vez el éxito es aprender a cubrir los vacíos para que nadie pueda verlos desde afuera.
 
Pido otra cerveza. En la terraza del bar veo de nuevo a la mujer del otro día. Bebe y fuma con un gesto distraído, ocupada en los vicios que la mantienen viva.
 
No me manda al diablo cuando me acerco y le pregunto si me puedo sentar con ella. La conversación navega un par de horas entre el humo de los cigarrillos y las cervezas heladas, y nos lleva a hablar del modo como nos hipnotizamos y nos embobamos con los celulares y tantas otras cosas para no pensar y no sentir más de la cuenta. De este mundo donde lo importante es poder funcionar y convencernos de que somos felices, porque nos han dicho que debemos serlo. La alegría como obligación. La sonrisa como máscara, las frases hechas como lema. El mundo está hecho de dulce y es un lugar para la diversión. Si no eres feliz es tu culpa. Disfruta el viaje que la tristeza es para los tontos.
 
Ella me dice: Pero ahí están, entre el mar de rostros, los gestos de angustia, el llanto por comenzar, porque en el mundo disfrazado de juguetería y parque de diversiones, abundan los juguetes rotos.
 
Nuestro instante de silencio lo llena la voz de Billy Joel.
 
Sí, están compartiendo un trago llamado soledad,
pero es mejor que beber solos.
 
***
 
Me despierto más temprano de lo acostumbrado. Es lunes en la mañana de nuevo, la hora preferida de la aflicción y las frustraciones. Hay una mujer llorando en la banca del parque donde retozan los perros y sus dueños esperan pacientemente la cagada que deben recoger con una bolsa. Otra mujer parada a su lado trata de consolarla, le palmea la espalda, la abraza.
 
No es posible saber lo que le pasa desde aquí, desde la ventana. Tantas cosas pueden quebrar a un ser humano.
 
Ahí vamos, mecidos por la rutina en un aparente viaje suave y dirigido, pero en realidad vamos al garete, arrastrados, perdidos. Hay días en los que nos sentimos con las suficientes fuerzas para remar contra la corriente, pero la tentación de rendirse siempre está ahí. Es triste, pero más fácil.
 
Ella aún duerme. Vuelvo a la tibieza de la cama a refugiarme, a disfrutar los últimos minutos antes de la zozobra.
 
Es hora de levantarse.

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