Esperarás a que vuelva

Caminaba con la ayuda intermitente de un bastón. Aunque a sus años, largos y abundantes, tenía una forma física que mostraba una juventud que hace tiempo se había ido a otra parte, de vez en cuando necesitaba un apoyo para seguir, para no dar un paso en falso, sobre todo en los andenes traicioneros del centro de Bogotá. O en los de tantas otras ciudades que había medido con los pies.

La tarde, recalentada por el sol rabioso de la altura, dio paso a una noche fría, con ráfagas de viento que corrían por las calles y arrastraban la basura tirada en el suelo. Precavido como lo habían vuelto los años, llevaba un buen abrigo, sobre el que caía su barba blanca. No le tenía miedo a la noche en un lugar peligroso, las puñaladas o los balazos ya no le preocupaban, y lo que tenía en los bolsillos podría recuperarlo con el tiempo, que le sobraba.  Caminar de día o de noche, en lugares seguros o inseguros, daba lo mismo, tenía claro que no era así como iba a terminar su vida.

Las décadas habían cambiado a Bogotá. La última vez le había parecido un pueblo con ínfulas, o una ciudad más bien embrionaria, naciente; solo era una “gran ciudad” en la mente de algunos de sus habitantes. De ninguna manera le pareció una Atenas del sur de América. Menos aún después de ese cataclismo a escala del nueve de abril. Ahora Bogotá parecía haber nacido de ese desastre, un desorden tratando de ordenarse a la vez que aumentaba de tamaño. Una ciudad, pensaba, fluctuante entre la agonía y la vida.

Hacía unos cuantos días había llegado a la ciudad y caminado por varias partes, la mayoría de las cuales no conocía, pues antes había agua, hierbas y árboles donde ahora había cristales, concreto, mercancías, gente. Esa noche dirigía sus pasos hacia el barrio Santa Fe. Buscaba una mujer.  Cualquier mujer. La libido no lo había abandonado del todo. La Calle 22 le ofrecía una perspectiva prometedora, mujeres esperando en los portales bajo luces ácidas, prostíbulos enormes, el “complejo acuático de la 22”, como le había escuchado decir a un borracho unos días atrás en ese bar al que había entrado a tomar licor, cada vez más insípido y menos capaz de emborracharlo. Decidió entrar en un prostíbulo discreto cuya entrada de luz violeta le pareció adecuada. Un travesti se le ofreció antes de entrar, pero lo esquivó y siguió su camino por la escalera hacia el segundo piso.

Mesas y sillas de madera, casi todas llenas, estaban dispuestas en torno a una pista de baile con un tubo en la mitad. Las mujeres andaban por los espacios libres, sibilantes, en búsqueda de un cliente. Algunas estaban sentadas en las piernas de hombres a medio emborrachar, bebiendo con ellos e incitándolos para ir a los cuartos. Ellos aprovechaban para tocar y masajear a las prostitutas, para negociar el precio y conseguir amor más barato. Los solitarios miraban con ojos de cazador donde se traslucía el deseo, esa hambre antigua de la especie.

Se ubicó en una mesa del fondo. Puso el bastón sobre la mesa y pidió dos cervezas: la primera la terminó en apenas cuatro sorbos. Mientras tomaba la segunda, miraba con detenimiento a las mujeres que pasaban entre las mesas. En ese momento una de ellas entró en la pista del centro y comenzó a bailar. Trepaba en el tubo y caía, giraba, se inclinaba para mostrar el culo a los cientos de ojos desorbitados a su alrededor, entre ellos los del viejo, que ya había dejado caer unas gotas de cerveza sobre su barba. La condena que le pesaba sobre los hombros y los callos de los pies le pareció corta en comparación con las piernas de la prostituta, de músculos torneados por las faenas sobre tacones demenciales. Los movimientos de esa mujer le recordaron los de otras tantas que había visto, de odaliscas y velos y cabelleras pintadas de rojo, de prostíbulos al pie de un volcán, de soldados desaforados que volvían hacia los templos venéreos y de cortesanas capaces de seducir en todas las lenguas de Europa. La heredera de esa tradición ahora iba de mesa en mesa, bailaba ante los clientes sin permitir que la tocaran. Cuando la tuvo cerca, tan cerca que podía oler el perfume esparcido por su piel en movimiento,  supo que sería con ella con quien se acostaría esa noche. Pero no dijo nada en ese momento. Terminó de ver el baile de mesa en mesa, finalizado de nuevo en la pista en total desnudez. La prostituta recogió su ropa y fue hacia el fondo del local, a vestirse de nuevo para seguir trabajando.

El viejo terminó la segunda cerveza, se levantó con un poco de dificultad de la mesa y fue a hablar con el que parecía ser el dueño del prostíbulo, un hombre de manos gruesas y con una mirada que parecía capaz de abarcar cada centímetro del establecimiento y a las personas en él. Le preguntó el precio de un servicio. El dueño, extrañado, pues los hombres negociaban con las prostitutas sin su intermediación, le dijo que no todas cobraban lo mismo, así que debía hablar con ella.

- Siéntese y yo se la llamo –dijo con algo de incredulidad en la voz, al ver al viejo con su bastón.

Fue a la parte de atrás mientras el viejo se sentaba. Un par de minutos después, el dueño volvió con la mujer y su cara de desconcierto al ver al posible cliente.

- He aquí al hombre –señaló, exagerando la pronunciación de las palabras.

Esa frase de nuevo. El viejo hace tiempo la había oído por primera vez, y luego, al volverla a escuchar o leer, sentía como si una lanza se le clavara entre las costillas. Recordaba escenas sangrientas, el dolor de aquel hombre y el inicio de su propio calvario, ese viaje demasiado largo. Por un momento hasta pensó en dejar el prostíbulo de inmediato. Sin embargo, la necesidad apremiante por un cuerpo femenino lo mantuvo ahí. Así que sonrió e invitó a la prostituta a sentarse a la mesa con él.

Pidió otras dos cervezas y deslizó una por la mesa hacia la mujer. La música sonaba fuerte y era difícil conversar. Ya otra de las prostitutas del lugar estaba bailando en la pista. Esto lo había hecho miles de veces, pero siempre era difícil comenzar. Empezó entonces por la pregunta cuya respuesta, en estos casos, era siempre una mentira.

- ¿Cómo te llamas?

- Aurora, mi amor.

- Qué nombre más interesante.

- Es porque soy la más tiradora.

El viejo escupió una risita. Le gustó ese desparpajo. Sabía los motivos, conocía el ritual y siguió los pasos para terminar la función de la noche. Le preguntó a Aurora, la más tiradora, cuánto iba a cobrarle. Ciento veinte mil pesos le pareció más de la cuenta, pero no tenía ánimos para negociar, tenía prisa y al parecer Aurora los valía. Sin más demora, fueron hacia las habitaciones.

No era un cuchitril; tampoco una habitación lujosa. Amoblada con una mesa de noche, una cama y un enorme espejo, servía su propósito elemental. El viejo dejó el dinero sobre la mesa y empezó a desvestirse. Aurora hizo lo mismo, y al ver de reojo el cuerpo de su cliente se sorprendió al notar que estaba en buena forma. Lo había imaginado más arrugado, decrépito y repulsivo. No estaba tan mal. Peores tipos le habían tocado. Faltaba ver si era capaz de tener sexo, o iba a ser como otros señores que habían creído poder con ella, pero solo terminaban pagando por una charla y para tener una historia que contar a sus amigos, haciéndoles creer que aún eran sementales briosos. Las miserias de los hombres no le eran ajenas: eran su pan de cada día.

El viejo terminó de desnudarse y miró a Aurora. Tuvo una erección perezosa, aunque suficiente para llevar a cabo la tarea. Buscó entre su abrigo un condón; estaba en el mismo bolsillo donde cargaba una Torá pequeña, casi descuadernada por el trajín de años de buscar allí si había alguna forma para el perdón. La hizo a un lado como un pensamiento hiriente, sacó el condón y se lo puso. Aurora estaba sobre la cama, apoyada en manos y rodillas y mirándolo sobre el hombro. Se ubicó detrás de ella, la tomó de la cintura para acercarla y la penetró. Todo él era un movimiento mecánico impulsado por el ansia de terminar, de satisfacerse, y al mismo tiempo el intento por no terminar tan rápido, por diferir el encuentro del  sosiego y el placer para así alargar el consuelo, un paréntesis en el sufrimiento hecho, no de pasión o entusiasmo, sino de hastío y evasión. Una máquina de movimiento perpetuo condenada a seguir por siempre, sin alma, sin vida, solo con la necesidad de seguir moviéndose.

Cuando terminaron, Aurora miró al anciano y su gesto de placer, velado por algo indescifrable para ella. ¿Será que no le había gustado? No, no era eso. Era muy buena, y lo sabía. Incluso ella había sentido breves momentos de placer, corrientazos efímeros causados por algunos enviones enérgicos del viejo, empellones de un hombre más joven. El polvo había sido satisfactorio, a pesar de todo. Tal vez serían cosas de la edad. No sabía y tampoco importaba. Sí importaba, en cambio, si el anciano tenía más dinero y quería dárselo tan fácil como la primera vez: le había cobrado más de lo normal y no rechistó.

- ¿Te gustó, abuelo? ¿No quieres otro? Me dejaste como arrecha.

El viejo, cansado pero no exhausto, la miró desde la incredulidad de la experiencia y sonrió a medias, una sonrisa casi invisible. Quiso pensar en esas palabras como una verdad; no era así de ingenuo. ¿Era Mesalina deseando un hombre más, como una vez la vio? Claro que no. Sabía muy bien cuál era el atractivo que tenía para ella. Recorrió el cuerpo de Aurora de arriba abajo una vez más. La insinuación de su entrepierna le hizo saber si estaba dispuesto. La billetera no estaba en contra y posponer una nueva caminata no parecía mala idea: la ciudad fría afuera de esas paredes, y el mundo entero, podían esperar. Salir a buscar el fin de su sentencia, improbable, lejano, podía esperar. El hastío, el desespero y el sinsentido no terminarían esa noche. La salvación del que debía volver no lo estaba esperando en la puerta del prostíbulo.

- Sí, sí quiero otro. No hay nada en el mundo que desee más que una Segunda Venida.

  


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