La crónica francesa

Una vez me entrevistaron para trabajar en una revista. Para trabajar como corrector de estilo, no como periodista: aunque esa fue una posibilidad cuando estaba decidiendo profesión, la puerta se había cerrado. Sin embargo, entré en la sala de redacción como quien entra en un ideal, un ambiente de ensueño donde supuestamente tenía lugar el oficio más bello del mundo. Ya sabemos que no es así. O no siempre (aun menos en esa revista). 

Sospecho que Wes Anderson tiene la misma idealización que yo. La crónica francesa es la forma de mostrar el amor por ese mundo desaparecido (o que nunca existió, o existió a medias, o fue muy, muy escaso), el mundo de revistas como The New Yorker o The Paris Review, revistas donde grandes escritores y escritoras dejaban testimonios magistrales de su mundo y de su tiempo. Como en Gran Hotel Budapest, quiere hacerle un homenaje, con sus habituales recursos narrativos, cinematográficos y humorísticos, a ese mundo de ayer que solo nos ha dejado algunos rasgos, que se ha diluido en la vulgaridad y la medianía, en el utilitarismo incapaz de encontrar sentido fuera de los balances bancarios.

Es conmovedora la belleza nostálgica de la película, especialmente en el homenaje a James Baldwin. Es conmovedora la soledad de los personajes, su intento de acercarse a los demás y darle forma a la realidad por medio de la escritura, contar historias y encontrar sentido en los grandes acontecimientos, en el genio artístico, en los detalles, en las alegrías mínimas: un plato de comida puede ser el consuelo de un hombre solitario y apartado por la incomprensión, por la dureza de las mentes cerradas y los corazones ciegos.

Queda la sensación de que solo escribiendo podemos salvarnos del naufragio.


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