8:15

No tengo muy claro cómo estamos haciendo para continuar, para gestionar el shock del año de la peste que se convirtió en dos, va para el tercero y quién sabe si no completará el cuarto mientras terminamos de aprendernos el alfabeto griego. Necesitamos parar: lo intuimos, lo sabemos con los huesos. Pero no se puede parar: el trabajo sigue como si nada, ocupando cada vez más horas y espacios; y nos obligamos a creer que es alguna clase de bendición, porque la fatiga parece poca cosa cuando la carne lleva un precio imposible en cada libra, cobran las frutas y las verduras como si fueran cultivadas en el Jardín del Edén, y el aumento del arriendo del próximo año es una posibilidad de ruina. Cuando más de la mitad de la población está pasando hambre y los asesinos en altos sitiales dicen sus plegarias en voz alta.

Seguimos adelante buscando normalidad en medio de los rebuznos de los antivacunas y la desigualdad inherente a este mundo que tan mal construimos, ambos dispuestos a prolongar esta ordalía. Con fe o sin fe, el sentido solo parece residir en unas palabras del Eclesiastés, en la comida y la bebida y la diversión, únicos consuelos del afán de esta vida, consuelos que encontramos en las botellas y la música y la cercanía de la gente que amamos.

Asoma entonces la paradoja insufrible de esta época: es la cercanía la que puede matarnos. Pero la buscamos porque la necesitamos, porque nuestra humanidad necesita de otros, porque la virtualidad es un pobre sucedáneo del abrazo, del beso, del contacto. Porque estamos hartos de la lejanía y queremos afirmar la vida, que debe ser algo más que el cansancio permanente de ser un miembro productivo de la sociedad.

Así vamos, sin saber si es por propósito o pura inercia, esperando un amanecer distinto, un mundo nuevo. La esperanza empuja desde muy adentro. Queremos seguir vivos, estar presentes. Salir del terrible laberinto de vivir tiempos interesantes, como en la maldición china. Negociar con la incertidumbre.

No saldremos indemnes, pero ojalá salgamos.