Biblioteca III

Gracias a Walter Benjamin volví a pensar en mi biblioteca atrapada durante el primer año de la peste. «Qué de recuerdos no se acumulan en la memoria, una vez que uno se ha zambullido en la montaña de cajas para extraer de ellas los libros sacándolos a la luz del día, o, mejor aún, caída la noche», escribe en Desembalo mi biblioteca. Así fue para mí cuando por fin pude liberarlos de su particular cuarentena.

¿Por qué seguimos comprando libros? Cualquiera que haya tenido que trastearlos sabe que es una pesadilla hacerlo. Y eso que solo me he trasteado una vez en quince años: Benjamin, por ejemplo, se movió por Alemania y por Europa, ya fuera para estudiar o exiliado por la persecución nazi, y solo en París registró quince cambios de dirección en cinco años. Pero seguía comprando libros, devolviéndole la vida a viejos ejemplares, buscándolos con ansias en donde estuviera.

A pesar de no tener casa propia, a pesar de vivir en sitios pequeños, hay quienes seguimos comprando libros, seguimos alimentando una biblioteca que sueña con ser infinita y no puede serlo. Siempre hay un hallazgo en una librería de viejo, una novedad atrayente, una promoción, un libro que antes era imposible de tener pero ahora es asequible. Los estantes se llenan, las pilas en la mesa y en el suelo crecen, y uno no puede detenerse.

¿Por qué lo hacemos? No creo que sea una idea de prestigio. Aunque es mucha la gente que sigue viendo los libros como un adorno oficinil o doméstico para fingir cultura, la biblioteca como fondo de Zoom afianzó lo risible y ridículo de ese artificio.

Algunos espíritus prácticos leen los libros y luego se deshacen de ellos: tal vez sean los más inteligentes. Otros ni siquiera se preocupan por llenar su casa con esos objetos inútiles.

«¡Dicha del coleccionista, dicha del hombre privado! Nadie ha dado lugar a menos investigaciones y nadie se ha sentido mejor que ese ser que ha podido continuar su existencia desacreditada bajo la máscara de Spitzweg. Pues en su interior habitan espíritus, o al menos geniecillos, que hacen que para el coleccionista, me refiero al verdadero, el coleccionista tal como debe ser, la posesión sea la relación más profunda que se pueda mantener con las cosas: no se trata, entonces, de que las cosas estén vivas en él; es, al contrario, él mismo quien habita en ellas», dice Benjamin sobre quienes juntamos libros.

Hay algo en la materialidad del libro, del objeto mismo, que no logra ser remplazado por alternativas más económicas, en dinero y espacio, como los libros electrónicos o las páginas de internet o los PDF. Yo, que olvido todo lo que leo, lo olvido aún más rápido cuando lo leo en una pantalla. No sé por qué ni sé si a alguien más le pasa. Además, una biblioteca tangible parece estar mejor preparada contra la adversidad: sí, la luz o el agua o el fuego pueden acabar con los libros, pero parece más frágil esa lista de archivos en un dispositivo electrónico, más propensa a desaparecer en un instante.

También están los lazos sentimentales. Cuando se adquieren tantos libros la relación con ellos bien puede despersonalizarse, banalizarse en una acumulación sin sentido. Sin embargo, se establece una relación con cada ejemplar. Algunos adquieren mayor valor por lo difícil que fue conseguirlos, porque están firmados por el autor o la autora, porque son antiguos o raros, o porque fueron un regalo. Mi abuelo, que era muy buen lector, nos regaló a cada uno de sus nietos un libro cuando aprendimos a leer. Todavía tengo esa edición de los Cuentos de Andersen. ¿Puede un Kindle establecer ese lazo hecho de amor que atraviesa el tiempo?

A lo mejor los libros físicos están destinados a desaparecer: es un fin ampliamente vaticinado. Quizás se conviertan en objetos escasos y costosos. Tal vez desaparezcan las bibliotecas personales. «Si bien es posible que las colecciones públicas sean menos chocantes en el aspecto social y más útiles en el aspecto científico que las colecciones privadas, sólo éstas hacen justicia a los objetos en sí mismos. Por lo demás, sé que sobre este tipo de humano del que estoy hablando aquí, y que he presentado un poco ex officio, está cayendo la noche. Pero como dice Hegel: es sólo en la oscuridad cuando la lechuza de Minerva levanta el vuelo. Es solamente en el momento que se extingue, cuando el coleccionista es comprendido». Quién sabe. Sospecho que aún quedaremos algunos devotos del papel dispuestos a la ordalía de empacar y trastear la biblioteca. Tarados poco prácticos aferrados a los títulos en la estantería, a su volumen concreto, a la posibilidad de volver a sus páginas buscando un recuerdo perdido, un reflejo del pasado, la gracia del genio creativo, una brújula para el absurdo, un madero para el naufragio.

Carl Spitzweg, Der Bücherwurm


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