Cartas abiertas
Me he pasado media vida defendiendo la literatura como forma de conocimiento. Incluso como historiador. Bueno, como estudiante de historia, realmente nunca ejercí como historiador: me faltó inteligencia y capacidad, y muy temprano me di cuenta de que la academia y el salón de clases no eran para mí. Como dijo Samuel Beckett: «No voy a enseñarle lo que no sé a gente que no quiere aprenderlo».
Eso incluyó la obviedad de citar a García Márquez en un ensayo universitario sobre la masacre de las bananeras. No es que las novelas y los cuentos puedan reemplazar a las fuentes primarias, al trabajo de archivo y el rastreo de las huellas del pasado. Pero pueden arrojar una luz distinta sobre los hechos históricos, pueden cultivar la imaginación que, aunque no parezca, es indispensable para un buen historiador. Incluso pueden ser pedagógicos: la novela histórica no tiene la obligación de la exactitud, y aunque tiene el peligro de hacer creer al lector que todo sucedió de esa forma (cuanto mejor es el libro, más posibilidades de que así sea), también puede ser el impulso para que ese lector busque fuentes históricas sobre el tema y termine por aprender.
Cartas abiertas siembra permanentemente la idea de si todo sucedió así en realidad, si un actor polaco pudo engañar a Franco interpretando a Hitler; si Raschid Römhild es el mismo tipo de la famosa foto donde la multitud hace el saludo nazi pero él se queda de brazos cruzados, un tipo enamorado de una colombiana acusada de ser judía; si de verdad Marcelino Quijano y Quadra estuvo detrás de eventos cruciales de la historia como la firma de la paz entre el Reino de Bélgica y el Estado Soberano de Boyacá. Así de buena es.
La verosimilitud de la novela de Juan Esteban Constaín está acompañada del humor (mención especial para las iniciales del nombre de la anciana aficionada a leer el correo ajeno: KGB), de los datos históricos, de los personajes reconocibles, pero sobre todo del acto de fe en la fe de que la ficción nos salva, como escribió Javier Cercas. La literatura, contar historias, puede tener un efecto sobre la realidad. Es más: necesitamos ese efecto.
La literatura como forma de conocimiento es profunda y vital. Es, como se ha repetido hasta el cansancio, una forma de entender eso que hemos llamado "la condición humana". Es una forma de acceder a la verdad. No a la Verdad, sino a esa verdad o verdades pequeñas que llevamos adentro y nos ayudan a vivir, a navegar los mares del agotamiento, la frustración y la intrascendencia. Somos las historias que nos contamos y necesitamos que nos cuenten historias: enriquecen la vida y apartan el gris, la completan y la engrandecen como en El gran pez, la bella película de Tim Burton. La dotan con el esplendor ausente en la rutina. Su inutilidad es lo más útil que tenemos.
No podemos obviar los hechos, los números, los datos, las estadísticas, las realidades que pedían con vehemencia Thomas Gradgrind y Josías Bounderby en Tiempos difíciles, la novela de Charles Dickens. Pero no pueden ser lo único, como el propio Gradgrind terminó por darse cuenta. Ese camino solo lleva a los eriales, a la aridez de una vida opaca y sin entusiasmo, una vida incompleta.
Necesitamos las historias, la ficción, los libros. ¿O cómo explicar que, siglo tras siglo, sigue habiendo quien junta dioptrías para leer inventos? ¿Que sigamos escuchando los ecos de nuestra alma en las letras de los novelistas, de los cuentistas, de los poetas? Es nuestra propia humanidad lo que encontramos en la ficción, su pasado, presente y futuro. Cada libro es un oráculo de Delfos con la exhortación más importante de la historia: Conócete a ti mismo.
Definitivamente necesitamos las historias y también la imaginación narrativa. La literatura es un espacio de libertad y también puede promover la duda, la pregunta, la aventura, lo extraordinario...El texto me permitió evocar diferentes imágenes. Por ejemplo, se conecta con las propuestas de autores como Jerome Bruner y Martha Nussbaum. También, la referencia a la verdad a esas verdades me trajo imágenes de la película de Rashomon de Akira Kurosawa.
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