En la ventana

Dicen los que saben, la gente de mundo, que es mejor elegir el asiento del pasillo. Pero yo, terco, sigo escogiendo el de la ventana.

Dicen que así no queda uno atrapado. Que, de todas formas, lo único para ver por la ventana son nubes. Pero yo disfruto la orografía de esas nubes. Y todo lo demás, como cuando iba hacia Cuba y en un momento se difuminó la línea divisoria entre el cielo y el mar, casi unidos en el mismo azul celeste, o el atardecer de metal fundido que me recibió hace unos días al volver de México, el sol rojo que quedaba atrás para encontrarme la noche bogotana. Disfruto, además, la inmensidad al otro lado del cristal que me hace sentir diminuto, pero a la vez parte de todo. No es tan fácil sentir eso en el pasillo.

Creo que sigo escogiendo la ventana, sobre todo, porque me facilita la reflexión durante las horas de vuelo. Porque me inunda la gratitud al pensar que he cogido más aviones en los últimos cinco años que en los treinta anteriores, porque he podido ver lugares con los que soñaba desde niño, y que en algún momento de mi vida creí que nunca iba a poder ver. No hace tanto debía planear bien las diligencias del día para ahorrarme por lo menos un pasaje de bus; ahora pude ir a otro país al matrimonio de un amigo del alma.

Tal vez algún día me canse, sea pragmático y elija el asiento del pasillo, o a lo mejor todo vuelva a cambiar y los aviones vuelvan a ser imposibles para mí (ojalá no). Mientras tanto quiero seguir dando las gracias, todas las veces que pueda, mirando por la ventana.

Magnet

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