Tár


En la conversación insufriblemente esnob con la que comienza la película, Lydia Tár le dice a Adam Gopnik de The New Yorker que la Quinta Sinfonía de Beethoven empieza con un silencio. Como en las obras de Arvo Pärt, donde hay pocas notas y bastantes silencios (que son el hábitat natural de Dios), vacíos que le dan peso y sustancia a la composición, el silencio es parte fundamental de la música. Y en esta película también son cruciales los silencios.

Son silencios que muestran, cuentan, llaman al espectador a involucrarse en el desarrollo de la historia, a completar lo no dicho y a comprender cómo las sutilezas, lo insinuado, también hacen avanzar la trama. Hay que agradecerle a Todd Field por tratarnos como adultos que pueden pensar y no necesitan que todo les muestren y les digan para entender, como suelen hacer la mayoría de las películas que revientan las taquillas en nuestros días.

Así, apoyados en los silencios, vamos viendo cómo se desenvuelven la grandeza y el talento de Lydia Tár (capaz de reconocer una pieza y a su intérprete incluso en el instante de despertar luego de una noche mal dormida). Está en la cúspide de su arte, es famosa, admirada, deseada, temida. El millonario filántropo envidia y codicia su talento; las mujeres quieren estar en su cama; su asistente la odia y al tiempo la admira, necesita su aprobación y su poder para triunfar; las críticas son en baja voz, en conversaciones secretas temerosas de su poder y su prestancia.

En Por quién doblan las campanas, Hemingway, otro devoto de los silencios y lo no contado (su teoría del iceberg), aunque simpatizaba con la causa republicana en la Guerra Civil española, pone precisamente a los republicanos a perpetrar la peor de las salvajadas bélicas que aparecen en la novela, una masacre atroz en un pueblo español. Así muestra que el mundo, aún más en medio de la guerra, no es tan en blanco y negro como solemos pensar, los buenos y los malos no son tan fáciles de identificar. Eso nos obliga a complejizar nuestra comprensión de la historia.

Así mismo, en Tár el hecho de que la protagonista no sea un hombre blanco heterosexual lleva a plantearse sus acciones más allá del discurso identitario. Lydia Tár es lesbiana y aún así replica las mismas tiranías, abusos y desconsideraciones de los hombres que han dominado a la sociedad por siglos. Siendo un personaje más bien detestable, por momentos suele generar simpatía en el espectador, lo que es siempre incómodo y lo obliga a uno a ir más profundo en las razones por las que se puede admirar a alguien despreciable. La escena en Juilliard es especialmente importante en este sentido: aunque está humillando a un estudiantes en frente de sus compañeros, uno tiende a estar de acuerdo con sus argumentos al señalar la estupidez inmensa que es juzgar la música de Bach por el hecho de que fue un hombre blanco cis que tuvo veinte hijos.

En todo caso, siempre terminan por verse las grietas. Sonidos extraños en la noche, como un metrónomo funcionando sin razón; gruñidos acechantes en la oscuridad; viejos correos electrónicos que vuelven como fantasmas y hablan de traición y muerte comienzan a perseguir a Lydia Tár, que termina por embarcarse en su espiral descendente cuando debe enfrentarse a las consecuencias de su vida hecha de relaciones transaccionales. Parece inescapable el lugar común de las Escrituras: el orgullo precede a la caída. 


P.D.: Cate Blanchet es el camino, la verdad y la vida.

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