Ídolos

Al escribir sobre deportes es fácil caer en los lugares comunes. Sin embargo, algunos lo son porque encapsulan ciertas verdades. Así, los deportistas suelen ser ejemplo de persistencia, entrega, constancia, dedicación, disciplina, coraje. De resiliencia, como dirían los zonzos ubicados en el centro de un diagrama de Venn donde se intersecan el modo de hablar de la publicidad, las escuelas de negocios y los libros de autoayuda.

Eso parece especialmente cierto en un país como Colombia, que dicen es el corazón del mundo, pero fisiológicamente hablando está más bien adyacente al recto. Aquí los y las deportistas hacen mucho con poco. Buena parte de ellos ha tenido que enfrentar la peor cara de lo que somos, la violencia y el desplazamiento, la exclusión, la pobreza, el olvido. Aun así logran ganar medallas y campeonatos y hacer récords. Aun así logran convertirse en seres heroicos con talento para lo sobrehumano, capaces de redimirnos de las desventajas de ser colombianos, de sacarnos por un instante de nuestras pequeñas vidas grises y hacernos creer que sí hay recompensa para el esfuerzo en un mundo de roscas, palancas y nepotismo grosero.

Aquí, además, los deportistas terminan cargando con la responsabilidad de dejar el nombre de Colombia en alto, de mostrar que somos algo más, algo distinto a la guerra y el narcotráfico. Sus victorias, arrancadas al destino con una fe y una determinación admirables, se vuelven talismanes para conjurar las maldiciones de la colombianidad. Se ven en la incómoda posición de ser representantes de la paz, la unidad, el talento de esta tierra y miles de cosas más. Quedan expuestos ante la horda caníbal de un pueblo que hoy ensalza a los héroes, pero mañana los está haciendo pedazos, por no hablar de quienes desde el momento mismo de la victoria la están pordebajeando, grupos de panzones que acezan amarrándose los zapatos y sudan oprimiendo el botón del ascensor, pero tienen la desfachatez para denigrar una medalla de plata en unos Juegos Olímpicos. Tienen que aguantar a los políticos subidos en el bus de la victoria.

A pesar de todas las cargas y las adversidades, los deportistas siguen trabajando duro para lograr sus metas. Obreros de la ilusión, incluso brindan sus triunfos a un país inclinado a olvidarlos antes de los podios. Y nosotros, sentados en sofás y oficinas, echados en nuestras camas, tenemos el privilegio de verlos, recibimos el regalo del asombro. Podemos ser testigos de la belleza nacida de la capacidad humana para los prodigios, de la poesía del cuerpo y la mente en la sincronía de los dioses, de la fuerza, la agilidad, la elasticidad, la velocidad fuera del alcance de la gran mayoría de nosotros.

Entre las lágrimas y los putazos los vemos aprender las indispensables lecciones del fracaso o encontrar una gloria hecha de los miles de días y noches de entrenamiento, de la perseverancia que se opone a la desgracia, y celebramos por ellos y con ellos porque quizás nuestro destino como colombianos no es perder.

Tal vez lo sensato sea no tener ídolos: los pies de barro son siempre una posibilidad. Pero si en la vida cotidiana sobran las amarguras y las frustraciones, ¿por qué negarse a las razones para la alegría? En un país tan habituado a la oscuridad es normal agradecer un poco de luz.

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