Épocas peores

Desasnar a la humanidad es una labor ciertamente ingrata y tal vez heroica. Y a pesar de la proliferación de expertos, panelistas, opinadores y demás miembros de la fauna intelectual mediática del siglo XXI, la mayor parte de esa labor se lleva a cabo en oscuros pasillos, en bibliotecas cada vez más abandonadas, en archivos polvosos, en repositorios y bases de datos, en laboratorios, en aulas de clase.

Esa pudo ser mi senda. Sin embargo, no fui digno de Marc Bloch y del entusiasmo que sentí cuando le leí que el historiador no puede aburrirse porque su profesión es contemplar el espectáculo del mundo. Hay un capítulo donde Bojack Horseman dice que la vida es una serie de puertas cerrándose. Soñé con ser un erudito, hablar varias lenguas y tener conocimientos abundantes y profundos. Me lo impidió una pereza invencible, mi incapacidad intelectual, mi medianía diletante. Pero no por eso he dejado de admirar a esos hombres y mujeres que dedican sus vidas a cultivar el conocimiento, a impartirlo, a encontrar los indicios, a robarle espacio a las tinieblas de la ignorancia, a defendernos de los apóstoles de la estupidez: los terraplanistas, los antivacunas, los falseadores de la historia y tantos más.

Leí hace unos días las memorias de Raul Hilberg y pensaba en la virtud del esfuerzo cotidiano y silencioso por encontrar, si no la Verdad, por lo menos unas cuantas verdades; en las minúsculas epifanías que acumuladas nos van librando de la ignorancia; en esa lucha fatigante contra la idiotez, o incluso contra la abyección, la mala fe y la mendacidad; en el empeño, frecuentemente mal retribuido, por llevar claridad donde hay confusión y desconcierto.

Pensaba en esa gente que ha adquirido seria y pacientemente sus conocimientos en una ciencia, una disciplina, una práctica, un arte, pero todos los días debe lidiar con legiones de idiotas (Umberto Eco dixit) que juran saberlo todo, mequetrefes con síndrome de Dunning-Kruger, intelectos grises y anodinos que ignoran hasta su propia vulgaridad, mediocres siempre listos a escudarse en el para mí, es mi opinión, tontos devotos de las teorías de la conspiración, poseedores, según ellos, de una incontestable versión oculta para los demás.

No escarmientan estos jumentos ni en tiempos de incertidumbre. Brotan silvestres los expertos en lo inédito, los epidemiólogos coyunturales sin formación médica y científica, pero con teléfono y Excel. En un momento donde la prudencia es fundamental, rebuznan sus conjeturas descabelladas, sus recomendaciones delirantes. Pedimos sapiencia y recibimos tontos solemnes. Necesitamos ciencia responsable, experimentación seria, incluso reconocer lo que no sabemos, y obtenemos afirmaciones nacidas de saberes a medio cocinar, aseveraciones hechas con el absoluto convencimiento que solo confiere la necedad. Los eximios representantes de la trivialidad y la indolencia nos inundan con la exposición de su retórica pueril, sus palabras vacuas, su demagogia.

Qué agotador y frustrante es ver la idiotez al mismo nivel de la sabiduría. Qué angustiante es ver a los bobos y los indignos definiendo el rumbo de la realidad, a los zoquetes poniendo el tema de conversación.

Demos gracias porque aún hay gente dispuesta a persistir en el intento de hacernos menos imbéciles. Reman contra la corriente caudalosa del espíritu de los tiempos. Lo escribió Luis Goytisolo: "El mundo ha pasado por épocas peores; tan boba como esta, nunca".


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