El hereje

Mi primer recuerdo de Carlos Gaviria es de una intervención en el Senado. Estaba citando a Aristóteles desde su curul. Lo que debería ser normal, un senador con una amplia cultura y profunda formación intelectual, parecía y parece una rareza en un recinto más famoso por las intervenciones de personajes dudosos, cargamaletas estridentes y semianalfabetos vociferantes cuyo único talento parece ser la chabacanería.

En 2006, cuando pude votar por primera vez en unas elecciones presidenciales, voté por Carlos Gaviria con una convicción que no he vuelto a sentir con ningún otro voto. La noche de las elecciones, cuando ya era claro que no sería presidente, lo recuerdo citando a Borges: la derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero nunca mermó mi admiración por Carlos Gaviria. Cuando pude oírlo lo oí, cuando pude leerlo lo leí. Mito o logos, que pude comprar en la librería Lerner que quedaba en la calle 92 a pesar de mis magros ingresos como trabajador de medio tiempo en una agencia de publicidad, fue una razón más para admirarlo. ¿Cómo podía saber tanto?

Con su amor irrenunciable a los libros pude identificarme. Como Gaviria y como Canetti, he comprado libros hasta en los momentos de mayor escasez y "hasta el último momento de mi vida deberé comprar libros", aunque ir por la vida cargándolos sea una pesada labor. Hace unos meses, empacando mi biblioteca para trastearme, hubo un momento donde deseé con toda mi alma ser iletrado.

Su muerte en 2015 fue una pésima noticia, una de esas muertes que dejan al mundo más tonto. Aunque, como escribí alguna vez, contó con la suerte de morir de viejo en un país donde a la gente como él la amenazan, la torturan, la matan, la desaparecen, esa muerte fue un golpe, una pérdida de sensatez y sabiduría en un mundo donde no abundan esas cualidades.

Por suerte, como decía Cicerón, la vida de los muertos está en la memoria de los vivos. En las páginas de El hereje, el libro de Ana Cristina Restrepo, Carlos Gaviria cobra vida con los recuerdos de sus familiares, sus amigos, sus colegas. Revive el niño mimado en la casa de los abuelos, el lector joven, el estudiante de Derecho, el hombre que reniega de la fe pero atesora los rituales navideños y recomienda bautizar niños, el profesor de la Universidad de Antioquia, el magistrado de la Corte Constitucional, el amigo parrandero, el defensor de los derechos humanos, el hombre enamorado, el exiliado, el padre, el abuelo, el viajero, el amante de la poesía, la música, el vino, el whisky, el senador, el candidato a la presidencia, el erudito rodeado de sus posesiones más preciadas: sus libros. 

Aparece el Carlos Gaviria admirable, el hombre íntegro e inteligente, ético y memorioso, pero también el que arrastraba el machismo inculcado en la infancia, el que podía tener deslices y comportamientos condenables. El hereje es ser el perfil de un hombre cierto, real. No es hagiografía. Es un libro escrito con ecuanimidad y respeto.

Mejor la carne y el hueso que los pedestales. La virtud expuesta con sus flaquezas. No hay personas infalibles, pero si hay personas ejemplares. Carlos Gaviria era una de ellas.

Al final sigue quedando la sensación de que nos hace falta más gente como Carlos Gaviria. Gente pensante, reflexiva, que busque liderar para elevar a los demás, no para someterlos, que cultive la mesura y la defienda aunque el frenesí sea más popular. Gente capaz de oponer la inteligencia a la obediencia ciega y a la muerte.



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