El juego de la gente


Nos gusta creer que el fútbol todavía es del pueblo. Lo vemos con los mismos ojos del niño que se enamoró del juego. Queremos pensar que todavía se trata del barrio, de la cancha los domingos, de la tradición transmitida de padres a hijos, de identidad y pertenencia, de los hinchas, de la pelota que no se mancha.

En alguna medida, cada vez menor, todavía lo es. Pero hace tiempo es una mercancía más, una mercancía en manos de mercachifles encorbatados totalmente ajenos a todas esas cosas, negociantes insaciables dispuestos a cualquier estrategia para aumentar sus ganancias.

La más reciente noticia de la cosa nostra futbolera fue el lanzamiento de la Superliga Europea, un campeonato para los clubes más poderosos de Europa, para jugar entre ellos, invitar a otros tantos y ganar cantidades inimaginables de dinero con los derechos de televisión. Un Mayweather-McGregor permanente, como bien lo puso el periodista Nicolás Samper.

Vino pronto la reacción de asociaciones, futbolistas, técnicos, dirigentes, políticos, hinchas, periodistas. Algunos a favor, como ese precioso ser humano que es Carlos Antonio Vélez, que la defendió con sus más refinados argumentos clasistas, o Antonio Casale, al que una NBA del fútbol le parece una buena idea y un gran espectáculo (ignorando temas como los topes salariales, por supuesto). Otros, la mayoría, en contra de la idea. Los superequipos comenzaron a renegar del campeonato. A las 48 horas, la flamante Superliga parecía estar muerta, víctima de su desfachatez y su avaricia.

Escribió Gary Lineker que la gente salvó el juego de la gente al impedir con sus protestas que se armara la Superliga. Yo no estaría tan seguro.

No puede estar muerto un proyecto económico que tiene detrás a ese pozo sin fondo de nombre Florentino Pérez. Y lo cierto es que no es una idea muy distinta a las ligas nacionales de 40 equipos, las fechas de clásicos, una Champions League agrandada, un mundial de 48 equipos o hacer esa competencia en diciembre en un país de larga, arraigada y reconocida tradición futbolística como Catar.

Es la senda que hace tiempo recorre el fútbol. El camino de los precios inflados y las sumas obscenas, los sueldos estrambóticos y los horarios inverosímiles para que el partido se pueda ver en Los Ángeles y en Shanghái. De las cuatro y cinco camisetas por temporada y las boletas inalcanzables para un obrero. De la publicidad hasta en las medias que a duras penas deja ver el nombre y el número del jugador. De los canales premium, los dirigentes procesados, los periodistas serviles a esos dirigentes, las comisiones bajo cuerda, los representantes agalludos, los fondos inversores y los patrocinadores que toman decisiones.

Hace tiempo que la peor amenaza contra el fútbol no es la vesania de las barras bravas. La roña del fútbol es su hybris, su codicia. Su aspiración a olvidar el potrero.

No, el fútbol de antes no volverá. Si no es la Superliga de Pérez, Agnelli y compañía será algún otro engendro plutocrático. La televisión manda y la era del espectáculo y las pantallas no mira hacia atrás, es puro futuro y dividendos. Los mecanismos para monetizar la pasión y la nostalgia son cada vez más refinados.

Los hinchas podemos seguir siendo idealistas y románticos, claro, pero ya somos clientes, consumidores. Por lo mismo podemos ejercer la última libertad avalada por el capitalismo: en qué gastamos el dinero. Sí, queremos ver fútbol. Pero los dueños del juego no deben presionar demasiado. Al fin y al cabo, entre Win+ y el 2020 nos enseñaron que se puede vivir perfectamente sin fútbol por televisión.

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