Bendito ocio
«El deber primario: buscar coherencia, claridad, conciencia, en la medida en que tales cosas sean posibles. No solo coherencia y claridad humanas, sino la coherencia y la claridad que nacen del silencio, del vacío y de la gracia. Lo que significa que siempre se ha de buscar el correcto equilibrio entre estudio, trabajo, meditación, responsabilidad hacia otros y soledad».
Thomas Merton, Diarios.
Hace unos días hablábamos con los compañeros de la oficina sobre el 2020, el inicio de la pandemia, el confinamiento y la rutina deshumanizante a la que nos vimos sometidos, con jornadas demasiado largas, durmiendo apenas para levantarnos a seguir trabajando. Todo eso mientras recibíamos órdenes de gente maligna, mientras luchábamos por mantener la cordura en medio de la incertidumbre y el miedo, mientras en los medios de comunicación hablaban de todo lo que podía hacer la gente con el tiempo libre surgido de pronto por la prohibición de salir de casa.
Pensé mucho en eso mientras leía Vida contemplativa, el libro que acaba de publicar Byung-Chul Han. En cómo el trabajo puede apoderarse de cada momento de la vida, la exigencia de productividad que coloniza incluso los espacios para el descanso. En la necesidad de la inactividad, de la contemplación, de atender al espíritu que grita desesperado al ver cómo nos convertimos en máquinas, entes sin brillo en los ojos que solo trabajan y producen, incapaces de darse un respiro, sin un instante para la alegría. Muertos vivientes.
Por fortuna, esa ordalía me llevó a un camino que me ha permitido estar mejor, tener una vida más serena, con menos tristeza. Yo, convencido desde hace años que nací para la vida contemplativa, defensor irredento del ocio, entendí que debía cultivar mi atención y mi espíritu para contrarrestar la opresión asfixiante que viene de afuera, la exigencia de olvidar lo que realmente enriquece la vida porque es necesario producir todo el tiempo.
El libro de Byung-Chul Han ha sido un recordatorio de la importancia de las cosas inútiles. De la inactividad, la poesía, el ocio, la fiesta, el amor, la contemplación. De eso que da resplandor a la vida y la puebla de significados profundos e indispensables, que la eleva por encima de la pura supervivencia y la hace más humana, incluso divina.
Esto no quiere decir que debemos renunciar del todo a la actividad, al trabajo, a las obligaciones. «La vida activa sin la vida contemplativa es ciega». Decía san Agustín en La ciudad de Dios: «Por eso el amor a la verdad busca el ocio santo, y la urgencia de la caridad acepta la debida ocupación». Han cita a san Gregorio: «Cuando un buen programa de vida exige que uno pase de la vida activa a la contemplativa, es útil, a menudo, que el alma retorne de la vida contemplativa a la activa, de modo tal que la llama de la contemplación, encendida en el corazón, le otorgue toda su perfección a la actividad. De este modo, la vida activa debe conducirnos a la contemplación, pero la contemplación [...] debe llamarnos de vuelta a la actividad».
No nos podemos permitir convertirnos en animales de carga. La intensidad de la existencia nace de la contemplación, y eso nos obliga a encontrar el equilibrio, a transitar el camino del medio para no robarnos la libertad, para no sacrificarla en el altar del consumo y de la productividad a toda costa, para no seguir vaciando el tiempo de su sentido: la eternidad cabe en la vida diaria y lo hemos olvidado.
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